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Guillermo Lasso
Lasso dio sus primeras declaraciones desde el Centro de Convenciones de Guayaquil.API

Lo mejor que tiene el nuevo presidente son sus votantes

La sabiduría de Guillermo Lasso como gobernante consistirá en saber interpretar los factores que le hicieron capaz de remontar la diferencia que lo separaba del otro candidato

La victoria definitiva de Guillermo Lasso empieza con la peor de sus derrotas: su desempeño en la primera vuelta. Su sabiduría como gobernante consistirá, antes que nada, en saber interpretar los factores que le hicieron capaz de remontar la diferencia que lo separaba del otro candidato y convertirse, a pesar suyo, en la opción de cambio para un país que decidió, finalmente, pasar de página.

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Lasso superó la primera vuelta en el segundo lugar, es cierto, pero con su votación histórica más baja (a pesar de su alianza con el PSC), y con una ventaja de apenas siete décimas que muchos en el país continúan sin creérsela. Quién sabe: si se volvían a contar los votos, como establecía el acuerdo que hizo con Yaku Pérez y que el propio candidato de Pachakutik dinamitó con su intemperancia, a lo mejor perdía. Todo puede ocurrir cuando la diferencia entre dos candidatos se sitúa dentro del margen de error de los conteos rápidos. 

Lo cierto es que la sensación generalizada que dominó en esos días que siguieron a la elección era que el tiempo de Lasso había pasado. Incluso una parte de sus votantes, aquellos cuya prioridad era detener al correísmo y lo habían apoyado por entender que él ofrecía las mejores posibilidades para cumplir ese objetivo, empezaron a reconsiderar su idea. Fue probablemente el momento más bajo de su carrera política: en esos días en que el resultado de la primera vuelta aún era incierto, hubo votantes de Lasso que cruzaron los dedos para que ganara Yaku Pérez. ¿Quién más -pensaban- podría vencer a Andrés Arauz? El candidato de CREO, desde luego, no.

Guillermo y Jaime Nebot
Guillermo Lasso se presentó en compañía de el exalcalde Jaime Nebot.API

Hasta ese momento, obsesionado (comprensiblemente) por encarnar la alternativa ante la amenaza del proyecto antidemocrático del correísmo, Lasso se había convertido en una de las caras de la polarización política nacional. Pero resulta que la polarización, por real que fuera, tenía harto a medio país. En la primera vuelta, el 42 por ciento de los ecuatorianos votó por opciones diferentes, por candidatos que fueron más sensibles ante temas a los que Lasso apenas si concedió importancia: la ecología, los derechos de las mujeres, las agendas de las minorías, en fin, las causas de la contemporaneidad que parecían eternamente postergadas mientras correístas y anticorreístas resolvieran sus diferencias. Tan ajeno estaba el candidato de CREO a todas ellas que se permitió desdeñarlas en la primera vuelta. Su elección de candidato a la vicepresidencia, un hombre blanco de clase alta, de la tercera edad y más conservador que él, si tal cosa era posible, demostró lo que parecía ser una imposibilidad patológica de su parte para entender el país.

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Fue entonces cuando Guillermo Lasso sorprendió a todo el mundo con su capacidad para renovarse, su flexibilidad para adaptarse a realidades políticas que llevaba ocho años desconociendo voluntariamente a pesar de que el país se las ponía por delante a gritos y su disposición (que muchos creían inexistente) para escuchar. Su gran mérito en la segunda vuelta consistió en lo que un taoísta describiría como “ser como el agua”: fluir, dejarse llevar, ser maleable, adaptar su forma a todos los espacios y ocuparlos. Él lo expresó con la consigna que mejor sintetizaba lo que un gran porcentaje de electores andaba buscando: el Ecuador del encuentro.

Acompañó esa actitud con una capacidad notable (insólita en él) para crear imágenes significativas, habilidad de la que su contrincante supuestamente joven careció por completo. Desde los zapatos rojos hasta la postal de pangas y banderas sobre el río Guayas en la jornada de cierre de campaña, Lasso supo convertirse, él (es increíble), en el rostro juvenil de la campaña mientras Andrés Arauz, de la mitad de su edad o poco más, languidecía en la lastimera, predecible y poco imaginativa estética izquierdista (quizás el último video de Rafael Correa con su guitarra y su voz de tarro perpetrando la canción “cambia, todo cambia” terminó de hundirle: era la patética demostración de que, con ellos, nada cambia).

El que cambió fue Lasso: con la consigna del Ecuador del encuentro, salió a recorrer caminos intransitados por él y logró sumar las causas más diversas de gente que no se sentía representada por la disyuntiva correísmo/anticorreísmo: jóvenes, mujeres, minorías de todo tipo, ambientalistas… Su genialidad consistió en hacerles ver que el primer paso para avanzar en sus agendas era lograr un acuerdo mínimo de convivencia y que ese acuerdo sería impracticable si la institucionalidad democrática no estaba a salvo de la amenaza del autoritarismo. Ahora ambas cosas, las causas de las minorías y la institucionalidad democrática, están indisolublemente unidas.

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Quizás el punto de quiebre (de la campaña, de la biografía política de Lasso y de su futuro gobierno) fue la aparición de un video en el que varias personalidades se pronunciaban a su favor: Manuela Gallegos, un ícono de la izquierda feminista quiteña; Pamela Troya, la activista del primer matrimonio gay del Ecuador; Julián Estrella, un ecologista y dirigente estudiantil cuencano de izquierdas; Silvia Buendía, quizás la influencer feminista de mayor proyección en las redes. “Me había prometido nunca votar por Lasso pero él cambió y yo también”, dijo esta última.

Ahora es cuando Lasso tiene que demostrar que todo esto no fue solo una estrategia de campaña. Que este tardío reconocimiento de la diversidad social del Ecuador (demasiado tardío, para muchos, y demasiado oportuno en términos electorales, por no decir oportunista) es en realidad sincero, una lección aprendida de su fracaso en la primera vuelta; que el Ecuador del encuentro es una convicción y no solo una consigna. Porque los votantes que lo sacaron del hueco y le permitieron remontar los 12 puntos que lo separaban del correísmo, no le firmaron un cheque en blanco. No pocos votaron por él, incluso (lo han declarado en las redes), con íntima repugnancia, para salvar la democracia y hasta para hacerle oposición, rendidos ante la evidencia de que, con el otro candidato, no habría oposición posible.

Este gesto ciudadano de sensatez y responsabilidad política, de generosidad cívica y madurez democrática es el mejor capital que tiene Guillermo Lasso. En él reside la gran oportunidad de su gobierno para finalmente pasar la página del correísmo, dejar atrás la transición iniciada a medias y sin convicción por Lenín Moreno y enrumbar al país por un camino nuevo. Y, sobre todo, para acabar con el estado de polarización irreconciliable que legó al país el socialismo del siglo XXI con su estado de movilización y guerra permanente, con su agresivo “alerta, alerta”, con su crispación como única forma de convivencia pública.

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Le esperan días difíciles. Problemas de gobernabilidad con una Asamblea Nacional prácticamente en manos correístas. Más aún: probables estallidos de una violencia contenida que hunde sus raíces en el levantamiento de octubre de 2019 y que se prepara (hay que leer el libro de Leonidas Iza para entender cuán seria es esta amenaza) para mayores. ¿Una guerrilla mariateguista? No sería descabellado.

Pero frente a todos esos fenómenos de pronóstico reservado, el nuevo presidente de la República cuenta con el mejor de los apoyos: la voluntad de un país cansado de que la política sea un estado de guerra permanente; un país dispuesto a todo para salvar su democracia: incluso a votar por él.