Tras once días de protestas, en el marco del paro nacional, labores de limpieza se ejecutaron en Quito, que fue escenario de violentas manifestaciones.

El gran perdedor

En su columna ‘De luz y sombras’, la comunicadora se refiere a la ola de protestas que por once días se vivió en el país.

Sería mentir sino reconozco que hemos perdido todos. Empezando por la imagen del país, no recomendado para llegar a él en estos días; pasando por la suspensión del bombeo de petróleo en 3 yacimientos; siguiendo por el cierre del comercio y el vandalismo surgido en las grandes ciudades y hasta la ausencia de clases para los estudiantes de escuelas, colegios y universidades. La lista es inmensa y si tuviera que enumerarla este espacio, de la Revista Semana, simplemente no alcanzaría.

Con tristeza empero, creo que el gran perdedor de estas jornadas, de máxima tensión, es el movimiento indígena, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) que había logrado hacerse de un nombre que implicaba coherencia y respeto, con la participación de líderes que representaban con altura a ese 30 % de ecuatorianos considerados indígenas.

La Conaie se deslegitimó al dar espacio al vandalismo, al permitir que entre sus marchantes se mezclaran y actuaran delincuentes. Al arañar al paso una escalada de demandas, desmarcándose de su defensa del agua y en contra de la explotación minera, pues de pronto rostros no conocidos del movimiento indígena causaban sorpresa al hacer acopio de antiguas reclamaciones. Al mismo tiempo daba la impresión de que estaban manejados y manipulados por el viejo correísmo, ese que tanto se había cargado contra ellos.

Cuando la Conaie intentó desligarse del vandalismo ya era tarde y lo hacía mal: quedaba la duda de hasta dónde consintió la infiltración de los desadaptados, causantes del saqueo a la propiedad privada y del ataque a las instalaciones públicas.

Me causaba indignación las imágenes del robo a los pequeños negocios; el pinchado de llantas a los taxistas que no querían plegar al paro dispuesto por sus dirigentes; la burla al niño que iba a la escuela y esperaba en vano que sus compañeros llegaran. No daba crédito al derrame de la leche de un tanquero o el corte de agua en Ambato; veía con incredulidad como unos pocos desadaptados se imponían ante policías y militares, según entiendo porque muchos uniformados se negaban al uso progresivo de la fuerza, porque no han podido sanar las heridas que les dejó el 30-S.

Mi hija preguntaba cómo otros jóvenes con palos y piedras eran capaces de destruir supermercados y almacenes como si nada. Me resultaba difícil aceptar que era cierta la existencia de un grupo llamado ‘La generación H’ integrado supuestamente por exdependientes de la droga H, a quienes es posible contratar para “cualquier cosa”.

A ellos se habrían sumado pandilleros que el Jefe de Estado identificó como Latin Kings. En círculos de Inteligencia Militar se especulaba que la mafia de los contrabandistas de combustibles, desesperada por perder el negocio de vender gasolina y diésel a Perú y Colombia, hizo un fondo para ayudar a financiar estas protestas, según el presidente Lenín Moreno dirigidas desde Venezuela por su antecesor Rafael Correa.

El tiempo nos develará todo misterio y nos dará la opción de recuperarnos como país de tantas pérdidas. Debo suponer que la oportunidad llegará también para el movimiento indígena, ojalá y así sea. (O)