En EE. UU. no hay noveleros

El presidencialismo norteamericano es una de la ideas políticas más relevantes de todos los tiempos. En primer lugar, porque inauguró la democracia en una época de monarcas, en la que todos los países tenían reyes producto de la “divinidad”. En segundo lugar, porque eliminó monarcas y realeza al crear -por la vía representativa- un gobierno del pueblo, que reemplazara al rey. Y finalmente, lo más importante: la perdurabilidad de un sistema que se ha mantenido incólume a través de los siglos. Diseñado de forma tan eficiente, que no ha sido modificado jamás. ¿Saben por qué, socialistas de “Key Biscayne”? Porque funciona. O mejor aún: porque ha funcionado siempre. Desde que la Convención de Filadelfia de 1787 expidió la Constitución, jamás le han tocado una coma. Es el único país en el mundo que lo hizo así. Y es porque saben que no se juega con el sistema político. O dicho a la criolla: en EE. UU. no hay noveleros. En cambio aquí, seguimos pagando las consecuencias del experimento de la segunda Constitución de 1835, donde alguien tuvo la peregrina idea de pensar que era capaz de “pensar” y modificó por primera vez el sistema presidencial creado en EE. UU., haciendo que sea el Congreso quien nombre las autoridades. Y claro, se armó el relajo porque la propuesta de suprimir el Consejo de Participación conduciría (según los asamblelistos que deambulan por los canales de televisión) a que sea la Asamblea quien las nombre. Nada más falso. En el sistema presidencial los nombramientos tienen tres fases: el Ejecutivo nomina, la Asamblea confirma o niega la nominación, y -aquí lo que nadie sabe- la designación vuelve al Ejecutivo. Con la confirmación del Congreso es el presidente quien designa. Lo acaba de hacer Trump hace dos semanas. Por eso se llama presidencialismo. ¡Solo hay que copiar, no “pensar”! Después de casi 200 años seguimos improvisando y retorciendo la democracia para resolver problemas ya resueltos por otros países hace siglos. País de genios, ¿no? ¡Y todos “constitucionalistas”! Más peligroso que un tonto, es un tonto con iniciativa, dice el alcalde Nebot.