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Ecuador, radiografía de un país partido

La comisión que investiga el paro nacional puso en escena todas las versiones. El resultado es desalentador: el diálogo es, simplemente, imposible.

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Comparecencia. Los dirigentes indígenas acudieron el martes ante la comisión que investiga el paro nacional.(Cortesía)

Un país en el que resulta imposible ponerse de acuerdo sobre los elementales hechos. Un país en el que resulta imposible ponerse de acuerdo incluso sobre el significado de las palabras: han perdido su valor. Un país donde nadie parece dispuesto a asumir las responsabilidades de sus actos. Un país que acaba de vivir un estallido de violencia sin precedentes desde que retornó a la democracia, pero donde el debate público sobre la violencia es impracticable, un imposible... Esta semana concluyó la etapa de comparecencias ante la comisión parlamentaria que investiga el paro nacional y los resultados son desalentadores: queda el retrato de un Ecuador dividido en bandos irreconciliables.

El presidente de la comisión, Fernando Burbano, del Bloque de Acción Democrática Independiente (BADI), ha hecho un buen trabajo: sentó a todos los actores y a todos permitió, respetuosamente, decir lo suyo; medió en los eventuales conflictos que, por momentos, desdibujaron el diálogo; pidió precisiones e hizo (no fue el único) preguntas pertinentes; en una Asamblea conocida por mantener jornadas laborales de martes a jueves, puso a la comisión a trabajar a fondo, consecuente con la urgencia del tema. No pudo (y esto era inevitable) evitar que su comisión cojeara del mismo pie que todas las “comisiones investigadoras” que se conforman en la Asamblea: la falta de tiempo y herramientas para llegar a conclusiones que solo están al alcance de los procesos judiciales. Hoy queda por redactar un informe, para consideración del Pleno, sobre lo ocurrido entre el 3 y el 13 de octubre: es un gran desafío.

“Esta comisión no es investigadora ni nada”, comentó Carlos Sucuzhañay, presidente de la Ecuarunari, al oído de Marlon Vargas, presidente de la Confeniae, el día en que la cúpula del movimiento indígena compareció ante la comisión. “Nooo -confirmó Vargas-, esto es político”. Los máximos dirigentes de las organizaciones de la Sierra y de la Amazonía acababan de descubrir el agua tibia: todo lo que ocurre en la Asamblea Nacional es político.

Expresión política: el correísmo y Pachakutik, de la mano, trataron de desvirtuar desde el primer día el objetivo de la investigación. Malentendieron las cosas: fueron los hechos que hicieron tambalear la democracia en la primera quincena de octubre los que condujeron a la creación de esta comisión. La violencia, ¿fue planificada o no? La movilización, ¿pretendió echar abajo al Gobierno o no? Los comisionados Doris Soliz y Jaime Olivo, en cambio, junto a los asambleístas de la Revolución Ciudadana que, un día sí y otro no, acudieron a las sesiones, pretendieron derivar el debate hacia otro tema: el mal gobierno. No la asonada, sino las medidas económicas; no las pérdidas que el paro dejó al país, sino el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional; no la violencia sin precedentes de las manifestaciones, sino la violencia de la desigualdad... El discurso subyacente (a pesar de las declaraciones líricas prestas para condenar la violencia “venga de donde venga”) plantea que una cosa justifica la otra. En una comisión cuyo mandato consiste en investigar hechos concretos, el correísmo y Pachakutik, al unísono con los representantes de la Conaie y todos sus partidarios, propusieron hacer sociología.

Sobre la mesa, sin embargo, quedó un puñado de hechos incontrastables. En primer lugar, hubo violencia planificada en la revuelta: los saboteadores de la infraestructura petrolera, que causaron pérdidas por más de 100 millones al país, sabían dónde y cómo golpear; los incendiarios de la Contraloría sabían dónde prender fuego para destruir documentación sobre casos de corrupción que involucran, entre otros, a funcionarios del gobierno correísta; los asaltantes de cuarteles militares estaban coordinados; los perpetradores del caos y la violencia callejera disponían de armas de fabricación casera y de entrenamiento militar para lograr su cometido; en suma: hubo premeditación, preparación, financiamiento. En segundo lugar: hubo violación de derechos y abuso de la fuerza por parte de la Policía Nacional: con harta recurrencia los uniformados usaron sus armas no letales con efectos potencialmente letales, lo cual arrojó un saldo de once personas (no ochenta, como dice la Conaie) que perdieron un ojo y, probablemente, un muerto tras recibir el disparo de una bomba lacrimógena a quemarropa; decenas de detenidos fueron incomunicados, hacinados en lugares no reglamentarios y privados de todo derecho; el 77 por ciento de ellos fueron liberados sin cargos.

A esto hay que sumar los testimonios que dan cuenta de los excesos de la muchedumbre: los policías y militares secuestrados (más de 400 de ellos) y que fueron objeto de maltratos, golpizas, vejaciones sexuales y tortura psicológica; el asedio (que duró días) a las empresas florícolas y lecheras de Cotopaxi, algunos de cuyos propietarios fueron obligados (¿no es esto otra forma de secuestro?) a participar en las protestas; la destrucción de emprendimientos, los saqueos... Todo eso fue relatado por las víctimas, con lujo de detalles, ante la comisión parlamentaria.

La comparecencia de los dirigentes indígenas fue frustrante: no aportaron un ápice de información a la investigación. Las denuncias de Leonidas Iza sobre el manifestante que, según él, murió tras un disparo en la cabeza (y llevó, por toda prueba, una radiografía de su cráneo que nada dice a quien no sea especialista) se contradice con la autopsia que aportó la ministra de Gobierno, María Paula Romo, practicada por médicos independientes en presencia del defensor del Pueblo, según la cual la causa de la muerte es una caída desde una altura de dos metros. Las cifras del presidente de la Conaie, Jaime Vargas, sobre muertos, heridos y detenidos, no corresponden a las que la misma Defensoría del Pueblo presentó en un informe que los movimientos sociales dicen respaldar.

Por lo demás, lo de Vargas fue una tomadura de pelo. Llevó a broma los episodios más violentos e inquietantes del paro nacional y fue celebrado con las risas y los comentarios jocosos de los legisladores correístas que asistieron a su comparecencia. De los policías secuestrados, en presencia suya, en el teatro Ágora de la Casa de la Cultura (ver recuadro), dijo que estaban más contentos que en su casa (“comieron cuy y papas”, festejó la correísta Nancy Guamba). De las pérdidas económicas que sufrió el país por la paralización de los pozos petroleros (paralización que, el 10 de octubre, él proclamó haber ordenado personalmente), dijo que ahí estuvo el petróleo, “guardadito once días”. En cuanto al decreto firmado con su puño y letra en el que se prescribe pena de retención a los policías y militares que se acerquen a los territorios indígenas, simplemente se lavó las manos; como dando a entender que su palabra (y su firma) no son para tomarse en serio.

Otra comparecencia grupal inoficiosa fue la de los correístas presos y refugiados que participaron activamente en el levantamiento y hoy niegan toda responsabilidad. Respaldados por la masiva presencia de legisladores correístas, Gabriela Rivadeneira, Soledad Buendía, Carlos Viteri, Paola Pabón y Virgilio Hernández utilizaron el espacio que les ofreció la comisión como una tarima para victimizarse por lo que califican como “persecución política” por parte del Gobierno. Y no aportaron mayor información a las investigaciones.

Quedan los testimonios de las víctimas; las contribuciones de organismos de la sociedad civil (algunos de ellos demasiado comprometidos con una causa como para no ser tomadas con pinzas), las estadísticas y revelaciones de los funcionarios de Gobierno... Las precisiones demandadas por los comisionados César Rohón, Rosa Orellana, Carlos Vera, Héctor Yépez y el mismo Fernando Burbano, que no se dejaron engatusar por la sociología del paro, no siempre obtuvieron respuesta satisfactoria. Información, falta mucha. Pero la radiografía política del paro nacional quedó perfectamente bien trazada. Y no es muy halagadora.

SECUESTRO EN EL ÁGORA

Jaime Vargas, presidente de la Conaie, lo niega: “no hubo secuestros”, dijo. Ana Acosta, de Wambra Radio (el medio alternativo de izquierda que transmitió en vivo los sucesos del teatro Ágora, el 10 de octubre), ratifica: ningún periodista fue secuestrado. César Ricaurte, de Fundamedios, los desmiente: ese día se conformó una especie de comité de crisis, de la cual fue parte, junto con autoridades del Ministerio de Gobierno y funcionarios de las Naciones Unidas, cuyo objetivo era lograr la liberación de los periodistas y policías que se encontraban en el Ágora. Durante horas, dijo, estuvieron negociando con la dirigencia indígena. ¿Cómo se puede decir que no hubo secuestro -preguntó- cuando hubo negociaciones para obtener la liberación de los retenidos?

La Cruz Roja bajo ataque

Más de cien mil dólares en daños como resultado de la violencia callejera reportan las siempre alicaídas finanzas de la Cruz Roja ecuatoriana. Tatiana Moreno, representante de esa organización humanitaria, presentó sus cifras ante la comisión: doce ambulancias fueron atacadas por los manifestantes (dos de estos ataques están documentados en video); tres voluntarios fueron agredidos y latigueados con cables de luz; tres sedes en diferentes ciudades, apedreadas. Nada de eso les impidió cumplir con su trabajo: durante los días del paro la Cruz Roja atendió 747 emergencia y trasladó 234 pintas de sangre.

“Si el emblema de la Cruz Roja no es respetado -dijo Tatiana Moreno-, no hay garantías de nada”.

LA CONTRALORÍA EN LLAMAS

El sábado 12 octubre, 33 personas fueron detenidas en el edificio de la Contraloría que ardía en llamas. Seis de ellas, menores de edad, fueron liberadas. Las demás, afrontan procesos judiciales.

Sin embargo, hay abogados que se juegan por la inocencia de esas personas. Andrea Narváez, de Acción Jurídica Popular, lo dijo sin sombra de duda: “esas personas no fueron causantes de la destrucción en el edificio”. ¿En qué se basa? En las inconsistencias entre el parte de detención y la instrucción fiscal. Según el primer documento, la detención tuvo lugar a las 11:55; según el segundo, el incendio empezó al menos una hora después.

Narváez plantea una pregunta incómoda: ¿por qué no se solicitó seguridad policial para un edificio que ya había sido objeto de un primer intento de toma?