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Dios anda en otro patin

Estamos tan hasta el gorro de la corrupción instalada en los entresijos del mecanismo social, que los futuros salvadores de la patria, para conseguir nuestro voto, prometen que, con ellos al timón, “el que la hace la paga”. Pura aplicación de las leyes en unos tribunales muy puros. ¿Llegará?

Valga este prólogo a la lectura de la parábola de Lucas: enorme, profunda, que rasca ahí donde nos duele y totalmente alejada de una concepción judicializada de la vida. (15, 11-32) No hay tribunales ni delincuentes de código penal. Hay personas que integran una familia en la que -Lucas sabrá por qué- no aparece la madre. Un padre y dos hijos. El mayor, un chico trabajador, obediente, un seguro a todo riesgo para la propiedad familiar. El pequeño, un tarambaina, deseando probar las músicas, los aromas y las mujeres que ha escuchado que existen en países llenos de turistas... Está tan desajustado en su casa, que se enfrenta a su padre y se atreve a pedirle que le adelante la parte que le correspondería por herencia.

Con el dinero en el bolsillo se va, ve, prueba, disfruta, derrocha en club de alterne, se arruina. Pasa hambre. Tiene que cuidar cerdos en una granja a cambio de casi nada. Recuerda que, en la hacienda de su padre, los trabajadores comían bien. Decide volver a donde el padre y pedirle que le contrate de jornalero. Pensaba que, ya que “la había hecho”, tenía que pagarla. Y se puso en marcha.

El padre, que oteaba todas las tardes el camino, lo vio venir y “se conmovió” y “echó a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Ni siquiera escucha a su hijo cuando “se confiesa” no merecedor de la filiación. “Vestidlo y ponedle el anillo marca de la casa, matad el ternero cebado y hagamos un fiestón, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”. No juicios. No cuentas. No deudas. No pagos. Y empezó la música sin esperar siquiera a que llegara...

... el hijo formal. Viene del campo, cansado, necesitado de una ducha, un vino fresco y unas almendras. Se extraña de la bulla. Le dicen la situación. “Él se indignó y se negaba a entrar” porque, seguro, pensaba que quien la hacía, debía pagarla. Reclama que el padre no le haya dado nunca la oportunidad de merendarse ni un cabrito con su amiguetes y que ahora se celebre a quien se ha gastado su plata con prostitutas. Y el padre: “tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

A niveles mediáticos, reconozcámoslo, no están los tiempos para la lógica de la misericordia. Sigue en pie un cierto A. Testamento, cuando Dios cobraba a quienes “la hacían” y pagaba a quienes le servían. Pero ese Dios no es el de Jesús. El suyo sale a buscar la oveja que se descarrió, pone patas arriba la casa hasta encontrar la moneda perdida o llora emocionado y festeja cuando el hijo perdido regresa porque “habrá más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por 99 buenísimos que no tienen nada de qué arrepentirse” (Lc 15, 7). Las “hemos hecho” y no nos las cobra. Él nos ama. Gratis. Desde y hasta siempre. Se llama Misericordia. Buenos días.