Cuando la democracia falla
El ganador del Premio Nobel, Amartya Sen, propuso la famosa idea de que en las democracias no hay hambrunas, ya que los gobiernos responsables harán todo lo posible para evitar el hambre masivo. El mismo razonamiento debiera aplicarse a la provisión de agua potable; como ocurre con los alimentos, se trata de un recurso indispensable para nuestra supervivencia y bienestar.
Sin embargo, acontecimientos recientes en EE. UU. ofrecen una deprimente comprensión sobre los límites de la máxima de Sen y la forma en que las democracias pueden fallarles a quienes aparentemente deben servir. En 2014, el gobierno municipal de Flint, Michigan, dejó de comprar agua a Detroit y comenzó a captarla de un río cercano. La decisión se debió a los costos y las preocupaciones por la calidad del agua fueron descartadas. Pero el agua del río corroyó las antiguas tuberías de la ciudad y para cuando salía de los grifos, podía contener elevados niveles de plomo tóxico. Sin embargo, a nadie parece importarle. Los gobiernos de la ciudad del estado se hicieron los distraídos, incluso después de que empresas y hospitales declararon que el agua era inadecuada y comenzaron a usar otras fuentes.
Los residentes de Flint se quejaron del color y el sabor del agua, pero sin importar cuánto elevaron sus voces -individual o colectivamente-, fueron menospreciados como ignorantes o desestimados como quejumbrosos seriales. Incluso después de que algunos médicos presentan evidencia de que los niveles de plomo en la sangre de los niños de la ciudad se habían duplicado en un año, las objeciones del pueblo de Flint cayeron en oídos sordos. Y el de Flint no es un caso solitario, sino emblemático de un problema mundial. Millones de personas en el mundo carecen de acceso al agua potable. Con demasiada frecuencia los pobres del mundo se ven obligados a beber agua contaminada, perforar acueductos o comprar agua embotellada mucho más cara que la que sale de los grifos de sus vecinos más adinerados. Y la cuestión se torna cada vez más importante a medida que la competencia por el agua potable se endurece.
Cuando un gobierno se muestra indiferente o incompetente, la receta habitual es limitar su influencia para liberar el poder del mercado, pero cuando se trata de recursos esenciales como el agua, este enfoque se torna moralmente repugnante. Asignar el agua potable, por ejemplo, a quienes son capaces de pagar más por ella da como resultado situaciones en que las aplicaciones industriales desplazan a las necesidades individuales y dejan a muchos con las manos vacías.
El verdadero problema no es la escasez de agua, sino que el suministro existente se distribuye de manera desigual y, por lo tanto, no es accesible para los pobres. Esto puede ser tolerable cuando hablamos de bienes comunes (no todos pueden tener un yate), pero cuando se trata de recursos esenciales debemos garantizar el acceso a ellos de manera equitativa.
Como lo demostró la difunta premio Nobel Elinor Ostrom, la gente común es capaz de compartir los recursos y evitar la «tragedia de los comunes». Sin embargo, la obligación de actuar descansa en quienes controlan los recursos esenciales, no en quienes los necesitan. Para solucionar el problema del acceso equitativo, las autoridades deben honrar su responsabilidad ante los gobernados; esto implica escuchar, aprender y, en última instancia, liderar el esfuerzo necesario.
Project Syndicate