Protestas. Manifestantes en Managua, que piden la renuncia de Ortega, sostienen cruces con mochilas como símbolo de los estudiantes ultimados.

Daniel Ortega en su laberinto

Después de 100 días de protestas, el mandatario intenta mantener el control de un país sumido en una de sus peores crisis políticas.

Pasear por el Reparto El Carmen de Managua no es fácil. Desde hace décadas este viejo barrio de clase media alberga un vecino incómodo. Daniel Ortega instaló aquí su residencia en una casona de 900 metros cuadrados de construcción, seis habitaciones y dos salones, que fue propiedad de un oligarca del somocismo, pero que el viejo guerrillero confiscó con todo -obras de arte incluidas- tras el triunfo de la revolución sandinista e hizo de ella su búnker. Cuando el pasado abril estallaron las protestas que exigen el fin del régimen, el presidente ordenó levantar un sistema de seguridad enorme que incluye el cierre de calles a varios kilómetros de su casa.

En este reparto hay decenas de policías fuertemente armados en cada esquina y una instalación de barricadas de piedras gigantescas lo alejan de cualquier contacto con el resto de una ciudad que, un día sí y otro también, protesta exigiendo el fin del mandato Ortega-Murillo. Para los vecinos de El Carmen, salir y entrar de su viejo barrio es una odisea de preguntas y rechazos. Ortega ha impuesto un toque de queda y pobre de aquel que pretenda entrar a deshoras. Desde ese laberinto de piedras y fusiles, Ortega intenta mantener el control de un país sumido en la peor crisis política de los últimos 40 años.

A mediados de abril, cuando centenares de nicaragüenses tomaron las calles de la capital contra la imposición del Gobierno del presidente Ortega de una controvertida reforma a la Seguridad Social, la gente, excitada en el descubrimiento de su libertad, atacó los Árboles de la Vida, estructuras de metal ideadas por la primera dama y vicepresidenta, Rosario Murillo, y que se han convertido en el símbolo del poder del régimen. Son, dicen quienes conocieron a Murillo en los años 80, un amuleto protector para esta mujer profundamente supersticiosa. El diseño es tomado de una figura de Gustav Klimt. En Nicaragua la periodista Sofía Montenegro, crítica con el Gobierno, los bautizó como “arbolatas”, aunque los nicaragüenses lo llaman popularmente “chayopalos”, en referencia al nombre popular con el que se refieren a Murillo: La Chayo o La Chamuca: la bruja.

Cuando la primera estructura cayó hubo un sentimiento de triunfo general que el periodista Carlos Fernando Chamorro, uno de los personajes más respetados de este país, comparó con la caída de la estatua de Somoza en Managua en 1979, con el triunfo de la revolución sandinista. Hasta la fecha han sido derribados al menos una veintena de estos árboles de metal en una sintomática acción que puede servir de advertencia al régimen de Ortega, cuya imagen de indestructible empieza a agrietarse.

La respuesta brutal del Ejecutivo sandinista ha dejado ya casi 400 muertos y una estela de destrucción que amenaza con hundir la frágil economía nicaragüense, que ya reporta 215.000 empleos perdidos y un éxodo de cerebros que huyen a Canadá, EE. UU., España y la vecina Costa Rica. Ortega intenta encajar el golpe, pero en Nicaragua, en plena primavera política, hay un antes y un después para el régimen. Ha sido su esposa -en un acto de desesperación- quien ha atacado con dureza a los manifestantes, catalogándolos de “minúsculos”, “plagas”, “delincuentes”, “vampiros”, “terroristas”, “golpistas” y “diabólicos”. “¡No pasarán! los diabólicos no podrán nunca gobernar Nicaragua”, dijo Murillo el pasado 16 de julio.

“La salida es que Ortega se vaya”, dice el historiador Alejandro Bendaña, autor del libro Sandino, patria y libertad. “Que ponga ya [Ortega] su carta de renuncia y que negocie la logística de su salida”, explica. ¿Bajo qué términos debe marcharse? Este exembajador en Naciones Unidas asegura que en Nicaragua, después de centenares de muertos, no puede negociarse una amnistía, un tema que algunos aliados de Ortega esperan poder tocar si el régimen cae. “Lo que puede negociar Ortega es cuáles van a ser sus condiciones de exilio”, advierte Bendaña. “Aquí Ortega ya no gobierna, aquí ya perdió el poder que tenía. Tal vez le da un ataque de conciencia porque dice que es cristiano, y se va”.

Quienes conocen a Ortega, sin embargo, afirman que el mandatario no está dispuesto al exilio. Él se ve a sí mismo como un héroe, el hombre al que Nicaragua le debe respeto. Ortega no se sentará nunca en el banquillo frente a un tribunal para dar cuenta de sus desmanes, por lo que se ha aferrado al poder con las armas, desatando la peor matanza que ha sufrido este país en tiempos de paz. La sangría continúa después de que Ortega armara a sus huestes, matones que se trasladan en caravanas y que siembran el terror en las ciudades del país. Estos escuadrones de la muerte han intentado ahogar la protesta en sangre y en ciudades como Masaya -bastión de la resistencia- se imponen como un ejército de ocupación al grito de “¡Viva Daniel!”.

Ya no cuenta con la ayuda venezolana

El presidente parece no querer usar el puente que los obispos nicaragüenses le tendieron para encontrar una salida pacífica a la crisis. Tampoco cuenta ya para mantenerse en el poder con la ayuda económica de Venezuela, 4.000 millones de dólares en una década, administrados a discreción del mandatario y que le permitieron desarrollar una política clientelista para hacerse con el favor de los grupos más desfavorecidos, mientras forjaba su figura de hombre fuerte e instauraba un régimen de sucesión familiar al nombrar a su esposa como vicepresidenta, con sus hijos controlando los negocios de la familia formados al amparo de la cooperación petrolera que llegaba desde Caracas. Aislado internacionalmente, con el rechazo popular a unas cuadras de su búnker, con la cooperación recortada y sin el respaldo petrolero, Ortega sabe que el consenso general es que debe marcharse.