Dando las gracias

Pronto serán treinta años del día que me gradué de abogada y sin perjuicio de los detalles que no recuerdo tengo clarísimo que esa noche pensaba por qué será que cuando uno se emociona mucho no logra grabar todos los acontecimientos de ese evento. Recuerdo, eso sí, el rostro rebosante de orgullo de mi madre y, mi padre a su lado, como siempre, con esa sonrisa tan huérfana de labios y abundante de ternura.

¿De quiénes aprendí a ser abogada? Aquí, algunos de ellos: José Miguel García, Ramiro Larrea Santos, Héctor Romero Parducci, Gustavo Noboa Bejarano, Nicolás Parducci, José Alvear, León Roldós Aguilera, Roberto Falconí, Juan Falconí Puig, Emilio Romero Parducci, y mi querido amigo, quien fuera Pedro Alvear Icaza, que no fue mi profesor en la universidad pero sí en mi desempeño laboral; como también lo fueron Jacinto Loaiza Mateus, Jaime Nebot, Jorge Zavala E. y en el compartir del libre ejercicio ejemplos de dedicación y estudio como Marena Briones Velasteguí, Mariana Argudo, Jorge Alvear Macías, Teresa Nuques, Rafael Brigante, Patricia Solano, Monserrat Barreno y Mónica Vargas Cerdán. Y de manera muy especial a mi amigo Miguel Hernández Terán, enamorado del Derecho veinticuatro horas al día de los siete días de la semana.

Personas maravillosas que no siendo abogados han inspirado en mí dedicación al estudio e investigación para fortalecer mi vocación como monseñor Francisco Larrea y Anastasio Gallego, quienes además me enseñaron que habrá siempre una cantidad de libros por leer y por escribir que no los leeremos, ni escribiremos sobre ello; solo hay que preocuparse de que la soberbia no se convierta en una característica profesional.

Después del recuerdo de mis padres, aquel día de la graduación también sellé el abrazo lleno de respeto, cariño y esperanza en mí que me diera Edmundo Durán Díaz, a quien de manera particular le agradezco y dedico este día por haber sido lo que fue y nunca haberse ido.