Buscando identificaciones

Siempre se ha respetado a quien se identifica abiertamente con una postura filosófica e interviene como tal en una contienda electoral. Demostraría moralidad y ética políticas. Quien anhela justicia social, anuncia ser pragmático en su gobierno y guiarse por el sentido común en su accionar, sin someterse a dogmas ideológicos y partidistas, demuestra personalidad, integridad y sustancialmente modernidad. Si estos simples conceptos son acompañados de honestidad personal transmitida a sus subalternos, estamos hablando de un seguro buen gobernante. Los “ismos”, cualquiera que fuere su color o especie, agotaron su vigencia y se baten en retirada dejando escasas buenas, y muchas desastrosas, huellas. Es, pues, un imperativo ético y patriótico que el candidato sea desde hoy lo que debe ser; ser lo que de él se espera que sea.

Según las encuestas y nuestra propia apreciación, el país se librará del correísmo en las próximas elecciones. Aparte de su inexcusable ineptitud, es inaceptable que una revolución llamada ciudadana cifre sus posibilidades de éxito en una permanente vulgaridad de su accionar, convirtiendo en grotescos eventos cualquier acto de elemental protocolo o civismo. Simple populismo vocinglero. Paradójicamente, programa también pasear por el mundo su pretendida realeza en un “Royal Tour”, con nuestro presidente como protagonista y fundador de una nueva dinastía monárquica.

En verdad, el correísmo no ha pasado de ser el pronosticado remedo de un socialismo decadente, copiando sus viejos y trillados patrones: magnificar y publicitar hasta la saciedad una media docena de bondades que, según el Gobierno, han concitado la admiración mundial, y negar al mismo tiempo, el centenar de negatividades causantes de la gigantesca dilapidación de nuestros recursos. El país está hoy con las manos vacías; descubrimos a diario el deterioro y angustia de nuestros compatriotas; tememos ser las siguientes víctimas de una desbocada delincuencia generada por la creciente pobreza, y nos irritamos ante la pedestre bullanguería de quienes han llegado a tener una onza de poder y cuentan con la impunidad que ofrecen las cortapisas puestas desde hace casi una década a cualquier intento de fiscalización.

Las expectativas electorales del correísmo apuntan a que el nuevo presidente, salido de su seno, salude hipócritamente el final del correísmo e inaugure el comienzo de lo mismo. Para lograrlo, por cierto, debería elegirse a un comprometido y sumiso encubridor de sus falencias y, lo que es peor, a un continuador de sus ineptitudes y desaciertos, “requisitos” que debería cargar a cuestas y que marcarían finalmente su identidad.

La salud futura del Ecuador reclama la desaparición política del correísmo y el advenimiento de una nueva y verdadera democracia, meta inalcanzable si hablamos de un hipotético presidente salido de sus filas. Para que este triunfe, es preciso que marque previamente distancias y condene anticipadamente las eventuales fechorías de hoy, pidiendo al mismo tiempo su revolucionario apoyo. El egocentrismo exacerbado de Correa lo rechazaría y las buenas intenciones del candidato, reales o ilusorias, quedarían enterradas. El Gobierno actual se halla en tan precaria situación, que no puede arriesgarse a que sus lacras queden al descubierto.

En la oposición, la multiplicidad de partidos y tendencias entraña el riesgo de que la anhelada unidad se difiera hasta una segunda vuelta electoral. Quizás comprendan que todos ellos deben ser parte de la solución histórica y abandonen la idea de que cada uno de ellos “es” la solución. La meta que la historia les impone es librarnos de la ineptitud y violencia actuales. Las diversidades y diferencias se ventilarán después, como antes, bajo el rigor democrático, pero sin permitir que la revolución ciudadana, aprovechando la ceguera de sus detractores, rompa las previsiones de las encuestas y el último día del correísmo vuelva a ser el primero de lo mismo.

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