Abatido. Ricardo Rivera, el tío, a su salida ayer de la sala de audiencias.

Solo articulo 3 palabras

No hubo ánimos para la verborrea de otras ocasiones. Solo tres palabras salieron de los labios de un desencajado Jorge Glas luego de escuchar la sentencia del juez Édgar Flores: “Vamos a apelar”.

No hubo ánimos para la verborrea de otras ocasiones. Solo tres palabras salieron de los labios de un desencajado Jorge Glas luego de escuchar la sentencia del juez Édgar Flores: “Vamos a apelar”. Ni él ni su abogado, el otras veces histriónico Franco Loor, se permitieron más declaraciones. Abandonaron la sala en medio de los gritos (algunos histéricos) de los partidarios del vicepresidente y familiares de los sentenciados, que acusaban a los jueces de haberse dejado manipular por Lenín Moreno.

-¡Esto ya estaba fraguado!

-¡Es la sentencia que tenían lista y preparada!

-¡Es el presidente que tenemos, esto es una dictadura!

-¡Pero existe Dios!

Poco más de una hora duró la audiencia final del juicio que, por el delito de asociación ilícita, se siguió en contra del vicepresidente de la República, su tío Ricardo Rivera y otros siete procesados. Es el tiempo que tomó al juez la lectura de su ‘Ratio decidendi’, es decir, el documento donde expone los motivos de su decisión.

Glas había llegado temprano al octavo piso del edificio de la Corte Nacional; había saludado con el puño izquierdo en alto a los seguidores que lo aclamaron; se había sentado sin decir palabra, con la tensión de estos días acumulada en el rostro y se la pasó haciendo extrañas contorsiones de las piernas y los pies entre las patas de la silla y el estribo de la mesa, consultando nerviosamente a su abogado, sentado a su derecha, mientras el juez leía el documento con voz aburrida y monocorde.

Hasta estas alturas llegaban, procedentes de la calle, los estridentes sonidos de las vuvuzelas y los gritos de opositores (más de cien) y partidarios (unos cuarenta) que se instalaron frente a la sede judicial desde las dos de la tarde. Una doble hilera de policías antimotines los separaba. Cuando llovieron las primeras piedras, dirigidas desde la concentración glasista hacia los periodistas que ingresaban, los guardias presionaron para reforzar el cerco.

Arriba, adentro, la audiencia transcurrió en medio del silencio impuesto por una despótica funcionaria judicial que retó a los asistentes en plan inspectora de colegio: “Esto es un acto solemne -había dicho como si alguien lo pusiera en duda-, así que tienen que guardar la compostura”. Por lo demás, la seguridad fue extrema: todo el mundo pasó por el detector de metales y los miembros de las fuerzas especiales de la Policía (GEA, UMO), judiciales y agentes de civil formaban una sólida e intimidante barrera a ambos costados del estrado.

Apenas una vez miró Glas sobre los hombros hacia el público expectante reunido a sus espaldas. Lo hizo con ojos desconfiados, por una fracción de segundo, y se devolvió nervioso. Cuando el juez, ya promediada la lectura de su veredicto, pronunció las palabras “autor del delito de asociación ilícita que se le imputa”, se echó para atrás sobre su silla y se adivinó un suspiro.

No tuvo una reacción visible cuando el magistrado se refirió, en dos ocasiones, a sus responsabilidades políticas como alto funcionario público. Sin embargo, al fondo de la sala, dos asambleístas de CREO, Fabricio Villamar y Ana Galarza, se miraron con enigmática sonrisa. La responsabilidad política del vicepresidente, reconocida por un juez de la Corte Nacional, les cae de perlas para llevar adelante su intención de interpelar a Glas y destituirlo en el Parlamento.

El juez fue analizando, uno por uno, las responsabilidades de los nueve procesados. La exposición de las pruebas (testimoniales, documentales, periciales...) fue apabullante. La lista de los delitos conexos (para cometer los cuales tuvo lugar la asociación ilícita de la que trata el juicio), inapelable: cohecho, concusión, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias... Glas apelará, como atinó a decir a la salida, pero le espera una larga relación con los juzgados.

No hubo ánimos para la verborrea de otras ocasiones. Solo tres palabras salieron de los labios de un desencajado Jorge Glas luego de escuchar la sentencia del juez Édgar Flores: “Vamos a apelar”. Ni él ni su abogado, el otras veces histriónico Franco Loor, se permitieron más declaraciones. Abandonaron la sala en medio de los gritos (algunos histéricos) de los partidarios del vicepresidente y familiares de los sentenciados, que acusaban a los jueces de haberse dejado manipular por Lenín Moreno.

-¡Esto ya estaba fraguado!

-¡Es la sentencia que tenían lista y preparada!

-¡Es el presidente que tenemos, esto es una dictadura!

-¡Pero existe Dios!

Poco más de una hora duró la audiencia final del juicio que, por el delito de asociación ilícita, se siguió en contra del vicepresidente de la República, su tío Ricardo Rivera y otros siete procesados. Es el tiempo que tomó al juez la lectura de su ‘Ratio decidendi’, es decir, el documento donde expone los motivos de su decisión.

Glas había llegado temprano al octavo piso del edificio de la Corte Nacional; había saludado con el puño izquierdo en alto a los seguidores que lo aclamaron; se había sentado sin decir palabra, con la tensión de estos días acumulada en el rostro y se la pasó haciendo extrañas contorsiones de las piernas y los pies entre las patas de la silla y el estribo de la mesa, consultando nerviosamente a su abogado, sentado a su derecha, mientras el juez leía el documento con voz aburrida y monocorde.

Hasta estas alturas llegaban, procedentes de la calle, los estridentes sonidos de las vuvuzelas y los gritos de opositores (más de cien) y partidarios (unos cuarenta) que se instalaron frente a la sede judicial desde las dos de la tarde. Una doble hilera de policías antimotines los separaba. Cuando llovieron las primeras piedras, dirigidas desde la concentración glasista hacia los periodistas que ingresaban, los guardias presionaron para reforzar el cerco.

Arriba, adentro, la audiencia transcurrió en medio del silencio impuesto por una despótica funcionaria judicial que retó a los asistentes en plan inspectora de colegio: “Esto es un acto solemne -había dicho como si alguien lo pusiera en duda-, así que tienen que guardar la compostura”. Por lo demás, la seguridad fue extrema: todo el mundo pasó por el detector de metales y los miembros de las fuerzas especiales de la Policía (GEA, UMO), judiciales y agentes de civil formaban una sólida e intimidante barrera a ambos costados del estrado.

Apenas una vez miró Glas sobre los hombros hacia el público expectante reunido a sus espaldas. Lo hizo con ojos desconfiados, por una fracción de segundo, y se devolvió nervioso. Cuando el juez, ya promediada la lectura de su veredicto, pronunció las palabras “autor del delito de asociación ilícita que se le imputa”, se echó para atrás sobre su silla y se adivinó un suspiro.

No tuvo una reacción visible cuando el magistrado se refirió, en dos ocasiones, a sus responsabilidades políticas como alto funcionario público. Sin embargo, al fondo de la sala, dos asambleístas de CREO, Fabricio Villamar y Ana Galarza, se miraron con enigmática sonrisa. La responsabilidad política del vicepresidente, reconocida por un juez de la Corte Nacional, les cae de perlas para llevar adelante su intención de interpelar a Glas y destituirlo en el Parlamento.

El juez fue analizando, uno por uno, las responsabilidades de los nueve procesados. La exposición de las pruebas (testimoniales, documentales, periciales...) fue apabullante. La lista de los delitos conexos (para cometer los cuales tuvo lugar la asociación ilícita de la que trata el juicio), inapelable: cohecho, concusión, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias... Glas apelará, como atinó a decir a la salida, pero le espera una larga relación con los juzgados.