Angeles de carne y hueso

La única respuesta que Verónica me dio cuando le dije “Eres un ángel” fue una mueca indescifrable a la que siguió una nueva oleada de lamentos por no tener esa noche más leche en polvo y fórmula para bebés. Vimos demasiados niños durmiendo en la calle y en brazos de sus madres. Y ellas, hondamente preocupadas por si conseguirían leche al día siguiente.

Es apenas un episodio de los que viví esa jornada inolvidable en Bahía de Caráquez, a donde el periodismo me llevó 36 horas después del terremoto, para palpar y contar la desolación de tantos ecuatorianos, descubriendo a la vez el enorme espíritu de solidaridad que como un gigante había empezado a levantarse. Y con ello, una suerte de unidad que ha hecho a los líderes políticos esconder sus banderas, acabar con la disputa, coincidir con la necesidad de priorizar la vida y urgencias de tantos ecuatorianos. Las cifras de víctimas son aún preliminares. Bordean los 600 muertos y hay más de 120 desaparecidos. Es imposible atinar a los números, todavía. Las cifras de las pérdidas y el costo de la reconstrucción parecen un enigma.

Verónica nunca pensó en irse de Bahía de Caráquez. Podía hacerlo porque es una mujer de amplios recursos, pero ni siquiera se lo planteó. Tras dejar a sus nietos gemelos a buen recaudo (los tenía de visita cuando llegó el terremoto) se dedicó a la asistencia más urgente, moviéndose con la destreza de quien conoce cada palmo de la ciudad y sus alrededores y la seguridad de ser autónoma, casi autosuficiente; pero ese fue el reto que debió vencer. La tragedia era demasiado grande para que pudiera sola y tuvo que pedir ayuda, con humildad y a gritos, con demandas severas, casi exigiendo el envío de provisiones desde otras ciudades. Agua en bidones, alimentos, combustible... Prefiere conducir ella misma. Al volante de su camioneta entra al hospital sin requerir autorización, pues la conocen de sobra porque es voluntaria y benefactora. Igual va a los barrios más pobres y a esos a los que llaman ‘zona roja’. Se encargó de coordinar la llegada de los primeros grupos de médicos voluntarios y consiguió para ellos material quirúrgico y medicinas. Ofreció el patio de su casa como albergue; no la casa, porque también resultó afectada y está insegura, con grietas. En las escasas horas que me quedo allí para descansar con el equipo (Tito Mite, camarógrafo y Carlos Sacoto, productor) hay unas 30 personas a las que ha recibido también, entre ellas un par de extranjeros que no hablan español y que se salvaron de morir en uno de los hoteles que se derrumbaron en Canoa. A las dos de la mañana la oigo hablar con el doctor Edgar Lama, que ha llegado al frente de un grupo de 35 médicos.

A la mañana siguiente, Verónica se levanta antes de las seis. Me he despertado por el ruido que los perros hacen para seguirla. A las siete vamos a salir, a seguir trabajando con Tito y Carlos, mis compañeros de Visión 360, y Verónica está en la cocina dirigiendo como si fuese un operativo más el desayuno para más de 30 ‘huéspedes’. Entre ellos, un grupo de jóvenes guayaquileños, amigos entre sí, coincidentes en el espíritu de solidaridad que ha emergido como esperanza en nuestro azotado Ecuador.

Entre los jóvenes está Nicky. Tuvo la previsión de traer suficientes bidones de combustible, para avanzar con sus vehículos sin temor. La única mujer del grupo, Ceci, está orgullosa de ayudar con sus propias manos. Otro de ellos tiene preparación militar en Estados Unidos y la logística es lo suyo. Verlos organizarse para la jornada, en la que también trasladan heridos hasta avionetas movilizadas por cuenta de sus pilotos y propietarios, es descubrir que estamos en buenas manos, que el país tiene garantizado su futuro si jóvenes así toman el mando.

Han aceptado a Verónica como la líder indiscutible de este grupo, pero los chicos se manejan solos y ella les ha dicho que necesita seguir coordinando ayuda con el cura brasileño que está en Bahía y luego con el ministro de Medio Ambiente, Daniel Ortega, al frente de las operaciones oficiales en Bahía. Le ha urgido a la policía ayudar con efectivos para asistir a las brigadas médicas que se desplazarán a las zonas rurales. También lo ha conseguido ella.

Se pone feliz cuando confirma que la ayuda está llegando en gran medida a Manabí y Esmeraldas, a las zonas más afectadas por el terremoto. Pero ese sentimiento no es únicamente suyo: no hay ecuatoriano que pueda dejar de sentirse orgulloso del más bello rostro de la solidaridad que se ha mostrado. Cuando vemos en televisión la imagen del convoy de seis kilómetros con ayuda, partiendo desde Guayaquil, el corazón palpita y una voz interior parece decirnos “Esa es la esencia de mi país”.

Antes de regresar me encuentro con Verónica en San Vicente y nos despedimos. Lleva gorra y ropa de hacer deportes. Está apurada con la camioneta cargada porque va otra vez a Canoa y Jama. Ha conseguido transporte adicional para las brigadas médicas que está llevando y ya le envían una dotación de pastillas para la presión que muchos mayores necesitan. También está por llegar una carga con leche en polvo. Prometió a muchas madres conseguirla. ¿Se dan cuenta por qué empecé esta nota diciendo que es un ángel? La tragedia que nos ha sumido en el llanto, también nos ha arrancado vítores por el espíritu de solidaridad que ha emergido. En él hemos hallado a tantos ángeles, ángeles verdaderos, aunque sean de carne y hueso.