Y ahora que

El país especula sobre el plan económico del Gobierno. La reducción anual del déficit fiscal, la reducción del tamaño del Estado, la recuperación económica, el aumento de la productividad y de las plazas de trabajo, son algunas de las ofertas del régimen. ¿Cuánto de todo ello se logrará y en qué medida? Su éxito, por limitado que llegare a ser, requerirá de disciplinado y sincero esfuerzo de los sectores público y privado. Estamos obligados a ser optimistas ante la simple expectativa de que este Gobierno se diferenciará del de Correa y que el país despierte al desarrollo. Sin embargo, existe un compromiso cívico y ético que Moreno asumió al prometer luchar hasta el final contra la corrupción instalada en el régimen anterior. Enfrascarse en el plan anunciado y frenar la lucha contra la corrupción sería faltar a la proclamada ética e incurrir en la misma permisividad que Moreno criticó en Correa. Lo que es peor, se allanaría el camino para el eventual retorno de quienes implantaron un sistema de gobierno repudiable.

La presidencia de una república exige versatilidad y permanente sacrificio. Conlleva una honrosa y dignificante servidumbre que le impide desmayar en las tareas exigidas por la ética política y la moral pública. Diez meses con Moreno han servido para conocer su humanista discurso y, salvo prueba en contrario, debemos pensar que sus palabras han sido honestas y que su oferta de dar lo mejor de sí mismo es cierta.

Tomemos un caso puntual de corrupción que no puede ser desatendido: hace un par de meses se conoció que dieciséis mil -¡sí, 16.000!- licencias profesionales de manejo habrían sido emitidas fraudulentamente. Anularlas de inmediato era un imperativo moral y demandar su castigo a los involucrados era actuar con sujeción a la juridicidad de un Estado de derecho. Las identidades de los servidores deshonestos y de los beneficiarios del fraude debieron conocerse para haber podido llegar a esa calificación. Y algo más grave: a esa muestra de corrupción motivada por la voracidad económica debe sumarse una funesta realidad: hay más de ochenta muertes acaecidas este año por impericia de sus conductores. ¿Cuántos de estos obtuvieron fraudulentamente sus licencias de manejo? ¿Cuántas víctimas hubo en años anteriores? El caso, sin embargo, parece haber caído en un incomprensible olvido, pese a su gravedad y a que revela la existencia de una mafiosa organización delictiva al interior de organismos del Estado. La abultada cifra de licencias fraudulentas induce a suponer una corrupción estructural, contra la que no se ha iniciado aún “lucha” alguna.

Hablando de vidas humanas, no importa saber cuántas fueron las víctimas. Basta una sola para que la figura delictiva nazca y no debemos esperar cifras espeluznante para decidirnos a actuar. La evaluación anunciada abarcará a cientos de miles de conductores y constituye una operación preventiva y depuradora de la idoneidad actual de estos, pero es un tema independiente al de las sanciones que deben imponerse por la infracción penal antes narrada. Vidas humanas han sido segadas como resultado de la institucionalizada coima, pero el verdadero final que le corresponde debe ser el del castigo, sin olvidos ni permisividades.