Mientras tanto, en Otavalo
Estudios dicen que tienen una inmensa capacidad de establecer redes sociales-comerciales y que lograron construir un gran capital social.
Si como buenos ecuatorianos, han hecho turismo en la sierra norte, imagino que han disfrutado del mercado de los ponchos, en Otavalo, con su inagotable fuente de colores, diseños y creatividad; donde los comerciantes despliegan su don de gentes, espíritu arriesgado, visión, amabilidad y capacidad de negociación que también pasean por las principales capitales del mundo, llevando sus artesanías como embajadores comerciales del Ecuador, pues para ellos no existen las fronteras y sus productos están por todos los países.
Estos asombrosos otavaleños, tienen un lema que dice: “cuando el primer astronauta llegó a la luna, ya había dos otavaleños vendiendo artesanías allí”.
La historia recoge que el expresidente Galo Plaza Lasso, en 1949 llevó a Estados Unidos como embajadora cultural a Rosa Lema Cotacachi, conocida como Mama Rosa, quien abrió varias posibilidades para los indígenas viajeros. Para la década de los ochenta, la mayoría de los migrantes otavaleños se dedicaban a la venta de artesanías y a la interpretación de música andina en las calles de varios países americanos y europeos y llegaron con su música y arte hasta Japón, China y Turquía, y no pararon.
¿A qué se debe el éxito de ellos? Estudios dicen que tienen una inmensa capacidad de establecer redes sociales-comerciales y que lograron construir un gran capital social.
Hoy, en la época de la polarización y violencia, es bueno traer el caso de los otavaleños como una muestra de que no todo indígena es antisistema, anticomercio, antiglobalización, pues muchas familias de las comunidades indígenas, como estos embajadores comerciales, han mostrado que han sabido innovar, adaptarse a otras culturas y a crecer.
¿Están, estas y otras comunidades indígenas progresistas, dispuestas a perder los espacios ganados en el ámbito económico, social y político, por seguir el deplorable liderazgo de Jaime Vargas? ¿Están las familias, que por decenas de años se han acostumbrado a comerciar en un mercado global, dispuestas a encerrarse en la cárcel del socialismo del siglo XXI? Me atrevo a pensar que no.