El fin del modelo de todo gratis

“Todo gratis” y “siempre más” producen, entonces y paradójicamente, esta sociedad pasmada y este Estado obeso, ineficiente y rehén.

Las jornadas de caos y violencia que se vivieron en octubre dividieron la historia del país: hay un antes y un después. Lo más aparatoso es quizá la toma de conciencia -esta vez, al parecer, está siendo aquilatada por las élites sobre todo empresariales-, de los efectos impredecibles que causan las facturas sociales atrasadas y la falta de trabajo. Una situación que pone a millones de ciudadanos a cubrir, con enorme angustia, sus necesidades vitales. O los lleva a no poderlas cubrir.

Por supuesto hay otros factores culturales y generacionales que intervienen en esta crisis de época: jóvenes mejor formados que sus padres que no encuentran su espacio. Jóvenes indígenas que ya no quieren ser como sus padres y que, sin una formación suficiente, tienen ante sí un horizonte de no-futuro. Una clase media-media que ascendió con la bonanza de las materias primas y, ahora en plena crisis, vuelve al inicio, pero endeudada. Hay malestar en muchos sectores que no cabe en una sola explicación. Ni será superado con una sola fórmula. Así son las crisis de época.

Hay, no obstante, un colofón de fondo que atraviesa este desasosiego social: la imposibilidad por parte del Estado de asumir los costos que representan las medidas para paliar, por lo menos, parte de la revuelta social. Se puede decir al revés: el volumen del malestar ha pulverizado el mito, entretenido por la izquierda tradicional (y también por la derecha rentista para defender sus intereses) de todo gratis. No es una arenga: es un modelo que se asienta, además, en otro postulado: siempre más.

“Todo gratis” y “siempre más” producen, entonces y paradójicamente, esta sociedad pasmada y este Estado obeso, ineficiente y rehén de todos los apetitos que se disparan en el país. Salvo una franja del empresariado que cree y practica la libre competencia (eso incluye muy pocas universidades), una inmensa mayoría de los actores nacionales esperan todo del Estado. Basta ver los sindicatos públicos. Tienen inmensas canonjías y quieren más.

Alcaldes y prefectos, concejos municipales y consejos provinciales se acostumbraron a ser populares porque no toman medidas en sus jurisdicciones: se limitan a poner al Estado contra el muro y eso incluye movilizar a sus administrados en las calles contra el gobierno de turno. No hay cómo olvidar que se constitucionalizó el hecho de no recibir competencias, sin recursos para ejercerlas. No cobrar a los ciudadanos por los servicios que reciben se equipara a no abrirse al modelo de autogestión que, en el caso de las universidades, se basa, entre otras cosas, en concluir acuerdos de servicios con la sociedad o con el sector privado para incrementar ingresos.

Los eventos de octubre han mostrado, en forma dramática, la inviabilidad del modelo de todo gratis y siempre más. Porque mientras emergen ante el país necesidades básicas, los gobiernos locales presionan al Estado para que contraiga más compromisos financieros. Y los representantes del país en la Asamblea Nacional impiden que el Estado se procure nuevos recursos.

No se trata de defender un Estado obeso, burocrático e ineficiente. Es obvio que el Estado debe tener un perfil acorde al tamaño de la economía y sobre todo de sus funciones. Pero se trata de negociar el porte del Estado en el contexto del fin de este modelo de todo gratis y siempre más que el país está viviendo con los ojos abiertos. Y el fin de ese modelo también indica que la tesis conceptual de Jaime Nebot, que consistió en construir el municipalismo trepado en las finanzas del Estado, también ha hecho crisis.