La vara de la violencia
Solo hay una respuesta aceptable para las personas de paz y democráticas: la condena a los ataque violentos. Si el color político condiciona el sentimiento de solidaridad, es un síntoma de totalitarismo
Los ataques violentos a actores políticos o públicos, por el mero hecho de serlo, solo tienen una respuesta posible: la condena rotunda. Da igual si el atacado es de una tendencia política o de otra, si tiene un historial limpio o corrupto, si su comportamiento es detestable o amigable. Las agresiones a las personas se condenan. Solo eso. Una democracia no admite en ningún caso matices cuando hay disparos, amenazas o tentativas de ataque. No hay resquicios.
Quienes ven condicionantes a la hora de condenar un ataque en el color político de la víctima no hacen más que explicitar su tendencia al totalitarismo, hacia la tolerancia. Por más que la política, la crispación o los enfrentamientos públicos puedan parecer una guerra. No lo son y no se admiten víctimas. Ni mortales ni por lesiones. Y lo contrario es confesarse intolerante y antidemocrático.
Es fundamental ser enfático hoy en este punto cuando los afines a quienes gobernaron por una década hacen distinciones: si una coidearia de otro país es apuntada con un arma, condena y solidaridad con ella; si es un legislador que ha revelado sus trapos más sucios, alusiones a montaje. Esa diferenciación les retrata, tanto por su flexibilidad ante la violencia, como por la experiencia en montajes en actos subversivos.