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La derrota que da miedo

Avatar del Rubén Montoya

"Alentamos el cariño vía texto como si fuese lo normal. No lo es. El amo de nuestra cotidianidad sustituye el apretón de manos, el apapacho, la caricia. Los te quiero viéndote a los ojos..."

Tengo miedo del legado que la virtualidad y la pandemia nos están dejando. Creo, como Darwin, que nos adaptamos a los cambios o seremos arrasados: solo sobreviven los más fuertes. No pienso, ni de lejos, que el tiempo pasado fue mejor. No. Yo quiero trabajar 8 horas diarias, que las mujeres y hombres ganemos por igual, que no haya ciudadanos de segunda. Quiero acampar donde se me cante y ver tantos amaneceres en la montaña y crepúsculos marinos como pueda. Por mí, que se vayan pa’l diablo los adictos al trabajo.

Pero una cosa es adaptarse, y otra muy distinta claudicar. El tsunami de las redes sociales, con sus luces y sombras, se junta con las heridas que nos trae la pandemia y su tiránica virtualidad. Y estamos a punto de perder nociones que nos definen como humanos.

La hipersocialización que se da a través de los chats nos quita la valiosa información que generan nuestro cuerpo y nuestra voz. El desarrollo de habilidades verbales y táctiles se empobrece por la falta de una verdadera comunicación interpersonal. Besamos por Instagram, abrazamos por Facebook, tenemos sexo por Telegram. Y hacemos el ridículo por Tik Tok. Expresamos un latir por gif y nos sentimos mancos si no usamos un emoticón. ¿Dónde estamos dejando la mirada sostenida, los brazos que contienen, los besos que enternecen o revuelcan?

Alentamos el cariño vía texto como si fuese lo normal. No lo es. Estamos empollando ejércitos de ciudadanos en apariencia mejor informados, más cultos y cosmopolitas, más sensibles a las causas. Y también más fríos. Te abrazo fuertemente por WhatsApp, pero cuando te veo ni te toco. El amo de nuestra cotidianidad sustituye el apretón de manos, el apapacho, la caricia. Los te quiero viéndote a los ojos.

Y de paso nos cae la pandemia y su arsenal del miedo y el encierro. No salgas, no salgas, no salgas… Está bien: no salgamos; cuidémonos y tal y tal. Pero no olvidemos lo principal. De tanto proteger el cuerpo y decirle que no sienta y vibre, que no extrañe, perderemos la esencia de nuestra frágil y emocional condición humana. A esa derrota tengo miedo: a la de que terminemos abrigándonos con los muros. Y no con la piel de los demás.