Adiós, Afganistán

Ya veremos si le hemos dejado al Islam más fundamentalista una victoria que reinstala la oscuridad del Medievo. En pleno Siglo XXI
El próximo martes, cuando EE. UU. abandone a su mala suerte a Afganistán, se habrá consumado su segunda colosal derrota en suelo extranjero. 20 años y 200 mil muertos (97 % afganos, of course) más tarde de su invasión tras los atentados del 11-S, saldrá mostrándole al mundo que su oferta de “democratizar” al país fue falsa. Era solo el pretexto de su real propósito: liquidar al autor intelectual del ataque terrorista del 11-S, Osama Bin Laden. Al que, por cierto, nunca encontró en suelo afgano: lo abatió en Pakistán.
Dejará Afganistán en manos de los talibanes, la facción radical islamita con la que no tuvo empacho en aliarse para derrotar a los invasores soviéticos hace 30 años. Y a la que toleró cuando fue Gobierno entre 1996 y 2001.
Ha negociado con ellos su salida, sabiendo que es el fin de los avances tibios que el país más pobre de Asia había logrado en dos décadas. Progresos al fin: educación laica; tasa de mortalidad infantil reducida a la mitad; voto y representación para las mujeres; acceso a libros, a música, a internet... Y fracasos muy notorios: tolerancia a la corrupción de un gobierno aliado, pero inepto. O ataques indiscriminados donde murieron más civiles que terroristas.
Se marcha, fracasado. Echando balas donde debió poner infraestructura. Imponiendo, donde debió primero escuchar. Y entender.
Y nos vamos nosotros, los demócratas de membrete. Los que nos espantamos cuando los talibanes matan a una mujer por salir a la calle sin la tutela de un hombre, pero no cuando murieron más de 100 mil civiles en los ataques casi a ciegas. ¿Cuántas niñas y mujeres, con o sin burka, fueron asesinadas por nuestros occidentales morteros, solo que a ellas no las exhibimos en videos difundidos por la CNN?
Ya veremos si los talibanes aplicarán con rigor la Sharía, ese código que arrasa con derechos básicos: pensamiento, culto, diversión... Y donde las mujeres son una propiedad -de paso devaluada- del hombre; o los no creyentes en el Islam, unos “sub-humanos”.
Ya veremos si le hemos dejado al Islam más fundamentalista una victoria que reinstala la oscuridad del Medievo. En pleno Siglo XXI.