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Las víctimas olvidadas

Avatar del Rubén Montoya

"Si fuésemos un país serio, una sociedad que de verdad creyese en los valores democráticos, la integridad de los abuelos debería ser un asunto de política pública..."

Si hay unas víctimas con las cuales la pandemia que aún nos azota se ha ensañado este año son los abuelos. Y en la lucha por la supervivencia, por la supremacía de los más aptos que nos viene en los genes, hemos olvidado rendirles el homenaje que les debemos.

Hay sobre los abuelos que hemos perdido este año, un silencio de sepulcro, una ingratitud de desierto. Si fuésemos un país serio, una sociedad que de verdad creyese en valores democráticos (justicia, responsabilidad, compromiso), la integridad de ellos debería ser un asunto de política pública. Y nuestro sistema de salud debería adaptarse a sus necesidades, por ejemplo. Su atención debería ser integral, cuidadosa, empática, “centrada en la persona”, como bien dice la Organización Panamericana de la Salud, al revisar las deficiencias de nuestros sistemas a la luz de la pandemia. Según la entidad, “hasta el 80 % de las víctimas” de la COVID-19 son mayores de 60 años, una edad en la que ser abuelo es muy común, sobre todo en América.

Al revés de atender sus necesidades, dificultamos su bienestar y desaprovechamos su experiencia. Muchas veces los tratamos como si fuesen un desecho, cuando deberíamos tenerlos en un pedestal.

Abuelos. Tuve 4, suerte la mía, y una sigue siendo parte de mi equipaje, aunque ya se fue. Su recuerdo me asalta seguido, me llegan su cariño y sus sentencias como esos olores inolvidables que envolvían su casa en el campo: el café recién pasado, la fragancia de mil flores, el cacao en el tendal, la leche recién ordeñada, los leños crepitando en el fogón.

Los abuelos son los noticiarios ambulantes de la familia, una y otra vez; fábrica de risas y complicidades, fuente de las verdades más simples y más sabias. Y del planeta los mejores chefs.

Son aliados que no te sueltan la mano, compinches que no te traicionan. Son padres sin regaños, amigos sin condiciones, polvo de estrellas que nos iluminan. Refugio de chocolate y amor.

Hay que honrarlos, no olvidarlos. Demostrarles, a los que por suerte aún nos acompañan, que son mucho más que el abrazo y la sonrisa que extrañamos: son nuestra primera guarida. Y nuestra permanente luz.