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Rubén Montoya: La ciudad encarcelada

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no solo se amurallan urbanizaciones de pelucones o de aspirantes a serlo, pasa igual si se trata de Los Esteros

Esta vez no necesito muchos datos para sustentar mi alegato, que eso es una columna de opinión, a fin de cuentas. No porque sean inexistentes, al contrario: son abrumadores. “Lo que se ve, no se pregunta”, decía Juan Gabriel, el legendario cantante mexicano, cuando querían hacer titulares con su libertad sexual. Pues bien, lo que viene no necesita demostración: Guayaquil es una ciudad enrejada, acribillada por el hierro, intransitable. Adicta, cada vez más, a combatir la inseguridad encerrándose.

Intento cruzar por la ciudadela Kennedy y no puedo: sus atajos peatonales están prohibidos; en la vecina Nueva Kennedy me pasa igual. Y es así también en Los Albatros, La Fae, La Atarazana (que de tanto encerrarse, ya no tiene calles…) En esta ciudad no solo se amurallan las urbanizaciones de pelucones o de aspirantes a serlo, pasa igual si son residentes de Los Esteros, en el sur; o Los Ceibos, en el oeste; o los innumerables Sauces, Alboradas o Samanes de su norte.

Se entiende y justifica esa desesperada respuesta ciudadana ante la ineptitud de sus autoridades para darle seguridad. Pero me temo que es muuuy costosa. No me refiero a que se resiente el ornato, o a que el paisaje de lanzas afiladas y rejas negras es tan triste. Digo que las consecuencias de la fiebre de cárceles son peores al placebo que nos dan los barrotes: el miedo no se va, no: se queda, disfrazado de un sentido exacerbado de la alerta. Lo que sí desaparecen son las calles, y con ellas los barrios. Es curioso: una vez que se encierran, ellos no recuperan su jolgorio del encuentro. Hoy el sitio preferido de reunión de los guayaquileños es un ‘mall’.

Las cámaras, los alambrados, las rejas, los guardias, las garitas, el arsenal de letreros de advertencia son los artefactos que nos deja el discurso del miedo. Ese que nos hace encerrarnos cada vez más, cada vez más, cada vez más. Como si esa fuese la salida: vivir respirando hacia adentro. Como si nuestros derechos no fueran la plaza, el parque, la minga, el paseo. Como si renunciáramos a la primavera, que siempre está afuera, y abrazáramos, cada vez más, nuestro elegido destino de gueto.