Columnas

Violencia de género: un chantaje

Llamar ladrona a una política ladrona, llamar estúpida a una política estúpida, de pronto se ha vuelto imposible. Está proscrito como violencia política de género

La sentencia contra Cristina Kirchner, ha dicho Paola Pabón, “es un acto de violencia política de género”. Se echa de menos en el Ecuador la presencia de voces feministas que se levanten para rebatir semejante despropósito. Desde que el macho alfa se mandó a cambiar a Bélgica huyendo de la Policía, da la impresión de que el correísmo se ha alzado con la representación absoluta del feminismo hegemónico y ejerce, sin antagonistas en el horizonte, el monopolio de la explotación de su discurso dominante. Y a nadie le importa.

La premisa de ese discurso dominante es que todo insulto, toda ofensa, toda afrenta, toda acusación por fundada que sea, incluso toda sentencia producto de una acción judicial y un debido proceso, si está dirigida contra una mujer, es violencia “de género” o machista, opresivo ejercicio del heteropatriarcado violador y femicida. Y no estamos hablando aquí de insultos indiscutiblemente machistas como el epíteto de “zorra” o aquella broma de mal gusto que consiste en mandar a una mujer a la cocina. Estamos hablando de que no se puede acusar de ladrona a una mujer aunque haya sido probada en tribunales su condición de ratera de la peor especie. No se puede llamar estúpida a una mujer aunque haya demostrado de manera cotidiana y sistemática su necedad y falta de inteligencia, ya sea repitiendo, sin mediar reflexión alguna, palabras desatinadas que otros ponen en su boca, o expresando frases inconexas y ridículas de cuyo significado ni siquiera es consciente, o mostrando su incapacidad absoluta de juntar ideas y arribar a conclusiones básicas y elementales (cosa que ocurre, todo hay que decirlo, con nueve de cada diez asambleístas de la bancada correísta). En resumen: llamar ladrona a una política ladrona, llamar estúpida a una política estúpida es “violencia política de género”, lo cual constituye un atentado contra la democracia, nada menos, y contra el derecho a la participación de las mujeres (así: de todas las mujeres) en la cosa pública.

De eso, de atentar contra la participación política de las mujeres, acusan por ejemplo a Fernando Villavicencio, por haber dicho que la correísta Patricia Núñez “quedó como el puerco”. De eso acusaron también a Diego Ordóñez por haber sugerido que el mal desempeño de Mónica Palacios en la Asamblea (que es abismal y notorio) proviene de haber pasado sin solución de continuidad del tubo a la curul. Y da grima tener que explicar el significado de una frase coloquial de uso tan generalizado en el país como “quedar como el puerco”, que nada tiene que ver con la identidad sexo-genérica del aludido. Y da grima preguntarse sobre el tipo de prejuicios que abriga Mónica Palacios, que identificó gratuitamente el ‘pole dance’ con la prostitución (ofendiendo así a miles de gimnastas) y le endilgó su conclusión a un tercero.

¿Pero es que acaso es posible plantearse siquiera estas cuestiones? ¿Reconocer al menos que ahí hay un debate? No, no es posible. El discurso sobre lo que se ha dado en llamar “violencia política de género” es a tal extremo dominante que no hay político, periodista, académico o funcionario que quiera meterse en esos berenjenales. Ante el riesgo de ser abrumadoramente cancelado, se opta por la autocensura. Peor aún: no hay feminista en el país que reaccione ante esta burda manipulación política del feminismo por parte de personajes descalificados como Paola Pabón o completamente insulsos como Mónica Palacios, manipulación que contribuye al desprestigio de su causa. Se echa de menos esas voces. Se echa de menos un feminismo capaz de abordar un tema tan importante con una pizca de inteligencia.