Se viene otro debate sin debate

Estamos ante el mayor monumento a la mojigatería política nacional
La nueva receta del debate de candidatos a la presidencia de la República añade cuatro gotas de interacción cronometradas al segundo. Ahí donde los debates anteriores contemplaban la posibilidad de que un candidato, nada más que uno y siempre el mismo, pudiera dirigir preguntas a otro, a razón de una por cada “eje temático” (el mecanismo más antidialéctico que concebir se pueda, a quién se le habrá ocurrido), el nuevo reglamento concebido para el debate de este domingo diseña un intrincado sistema de réplicas y contrarréplicas con intervenciones minúsculas (las hay de 15 segundos) y profusión de ánforas y sorteos y pausas procedimentales, por usar una palabra tan fea como lo que representa. En suma: ya no será uno solo el candidato que pueda interactuar con otro sino dos por eje temático (si es que el concepto de “interactuar” se aplica a un intercambio de una vía) y siempre con la camisa de fuerza de un sistema tan rígido que impedirá lo que todo debate debería estimular: el libre flujo de la expresión y la palabra. Si en años anteriores las tres cuartas partes del tiempo real de duración del debate se perdió en pausas y pasos de procedimiento (esta cifra no es un invento, responde a una medición real), en esta ocasión es probable que el tiempo muerto tampoco baje del 50 por ciento.
Estamos ante el mayor monumento a la mojigatería política nacional: en este país sin cultura de debate, más aún, en este país que le teme al debate y lo rehuye, las autoridades electorales no pueden, sin embargo, eludir la obligación de organizar uno. Para ello nombran una comisión que procede como si estuviera caminando sobre huevos, con tantas precauciones y melindres que el propio formato que conciben termina matando de antemano cualquier posibilidad de debate propiamente dicho.
Para empezar está el asunto de los “ejes temáticos”, enrevesada filatería patentada por tecnócratas para despachar en seis sílabas lo que cabe en dos: “temas”. Parece apropiado dividir cualquier debate en temas. Pero tratar esos temas como si los participantes fueran intercambiables es una aberración. Los candidatos tienen un pasado, un partido, unas relaciones políticas, algunos incluso tienen antecedentes judiciales, no son neonatos o ángeles sin pupo, que es exactamente como los tratan el CNE y el comité organizador. Porque para la tranquilidad de sus conciencias, todos los antecedentes de los candidatos quedan fuera del debate. En su lugar, se plantean preguntas generales sobre cada tema, preguntas que uno tras otro responde por turnos y en las que cada quien va a lo suyo.
¿Cuál será su política para controlar las cárceles? El resultado es una predecible recitación de ofertas de campaña que ya hemos oído y seguiremos oyendo. Más claro: propaganda. Justo lo que no debería tener lugar en un debate. El rígido esquema propuesto para réplicas y contrarréplicas tampoco ayuda.
¿Por qué no dejar que los candidatos conversen libremente sobre un tema, que se pregunten y se repregunten, que se interrumpan y discutan, que hablen y se escuchen, que se lancen acusaciones y se expliquen? Con la oportuna intervención de los moderadores, claro, para evitar abusos, para integrar al que se ha quedado callado, para pedir precisiones, en suma, para moderar. ¿Cuál es el miedo? Tanta parece ser la aversión que sentimos los ecuatorianos por el diálogo que incluso en aquello en que nos va la vida, cuando se trata de decidir nuestro futuro, preferimos (mejor dicho: alguien prefiere a nuestro nombre) sustituir el intercambio racional de ideas por la exhibición de muñecos parlantes. Ya los veremos el domingo.