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El país que nunca aprende

Avatar del Roberto Aguilar

"Después del colapso moral e institucional del Estado, uno se creía con derecho a aspirar a que las élites políticas fueran capaces de sintonizar con el hartazgo"

Lo de los cien minutos de Guillermo Lasso es una de esas tonterías solemnes que, una vez dichas, pasan a la historia y condenan a su perpetrador a ser recordado por ellas para siempre. En la entrevista de una hora que concedió a Canal UNO, el candidato de CREO pudo haber dicho maravillas. No le hace. Para efectos prácticos, será como si todo en esa entrevista se redujera al alarde de los cien minutos, alarde que el propio candidato, orgullosísimo de la ocurrencia, amplificó en sus redes. Uno podría caricaturizar preguntando cuánto tiempo se demora Lasso en poner su firma en un papel. Porque si de eso se tratara, de firmar decretos, planes, propuestas y proyectos de ley, cien minutos alcanzarían hasta para cambiar el mundo. Nomás que luego de firmar, habría que cambiarlo.

En ese sentido, los cien minutos de Lasso se parecen como un hermano a otro a la consulta popular de Jaime Nebot. También el líder socialcristiano cree que, para cambiar el país, basta con decretarlo. ¿Se necesita incrementar la producción, desarrollar la minería, tecnificar la agricultura, atraer inversiones, garantizar las rentas de los gobiernos locales? Pues que el pueblo lo decida en las urnas. El tema que haga falta él lo pone en la consulta popular y con eso ya está.

Uno creería que, después del colapso moral e institucional del Estado acaecido durante los meses de emergencia sanitaria, las élites políticas del país se sintonizaría con el hartazgo. Pero no es así. Todavía no terminan de disiparse las nubes de polvo que dejó el derrumbe y, entre las ruinas de la casa, ya aparecen erguidos los políticos como las intactas esculturas de mármol del jardín que quedaron entre los escombros. Y a medida que salimos de la emergencia sanitaria y entramos en la fiebre electoral, todas las conductas que nos condujeron al colapso, todas las demagogias y las corrupciones se repiten. Las élites políticas no aprendieron nada.

Basta con revisar la lista de candidatos que aspiran a llegar a la segunda vuelta (como Lasso) o a definirla (como Nebot) para sentir otra vez el vértigo del ‘déjà vu’. En esa posición se encuentran también los correístas, dispuestos una vez más a utilizar un partido de alquiler en vista de que el que tenían se encuentra al borde de la inhabilitación por haber cometido fraude al momento de inscribirse en el CNE. ¿Qué de nuevo se puede esperar de semejantes firmas?

¿Acaso de Otto Sonnenholzner? El exvicepresidente se presenta a sí mismo como el hombre joven e incontaminado que ha venido a cambiar las formas de hacer política. Pero en lo poco que hemos visto hasta ahora, distinguimos las formas de hacer política de siempre: un funcionario público que utiliza su condición para construir una figura electoral fuerte y convierte el acto de su dimisión en el virtual lanzamiento de su candidatura. ¿Qué tiene eso de nuevo?

Del resto ni hablar: Balda, Páez, Gutiérrez, Romero… La carrera hacia la Presidencia sigue siendo una aventura de promoción política en la que ni siquiera las posibilidades de ganar (todos ellos saben que no tienen ninguna) entra en consideración de los participantes. Nada se ha aprendido. Nada ha cambiado. Hay un poco más de asco, quizá, un poco más de decepción en los votantes después de tanto escándalo y tanta falta de vergüenza. Pero se cura repartiendo bonos.