Columnas

Un crimen y una estupidez

Disparar gases lacrimógenos a la altura de la cabeza es la mejor manera de deslegitimar el uso de la fuerza público y proveer de argumentos a los violentos’.

Pregunta que ningún ministro del Interior o de Gobierno se ha dignado contestar desde los tiempos del oscuro y atrabiliario José Serrano: ¿de dónde saca la Policía Nacional esa maldita costumbre de disparar bombas lacrimógenas al cuerpo? El general Patricio Carrillo, que coordinó los operativos antimotines durante las revueltas de octubre de 2019, conoce perfectamente las consecuencias de esa práctica. Sin embargo, dos años y medio después, no ha sido capaz de detenerla. ¿Lo ha intentado? Casi a diario alguien pierde un ojo y él parece no notarlo.

El martes de esta semana, elementos de la fuerza pública fueron fotografiados cuando apuntaban (es que además eso: apuntaban) sus lanzagranadas a la altura de la cabeza. Por la noche, en el Puyo, la tragedia. La Policía emitió un comunicado en el que negaba su responsabilidad en la muerte del comunero Guido Guatatoca y atribuía el hecho a la “manipulación de un artefacto explosivo”. Lo cierto es que los videos muestran el cuerpo tendido en el suelo con una columna de gas emergiendo de la cabeza abierta. Y las manos intactas, no parece que manipulara demasiado. Cierto, aún no se ha investigado. Pero habla pésimo de la Policía el simple hecho de que la versión más verosímil sea la de la bomba disparada al rostro.

Si las armas de persuasión se usan con efectos letales, dejan de ser armas de persuasión. Los policías que han disparado de esta manera, que son legión, deben demostrar que lo han hecho porque la vida de terceros estaba en riesgo (eso es lo que dicen los protocolos del uso progresivo de la fuerza). Si no pueden demostrarlo, tienen que ir presos. Porque es un crimen.

Y desde el punto de vista político es algo más: es un profunda estupidez. De la protesta social se dice que es un derecho indiscutible que pierde su legitimidad cuando se ejerce con violencia, como ha ocurrido precisamente en este levantamiento. Con el uso de la fuerza pública pasa lo mismo. Hay una manipulación cínica de la información, a cargo de la izquierda antisistema, que pretende negar al Estado el derecho a defenderse de los violentos, que pone el grito en el cielo cada vez que se dispara un gas lacrimógeno, que aúlla “represión-represión” cuando un vándalo que se resiste al arresto es tratado con dureza. No tienen razón: si el Estado detenta el monopolio de la violencia legítima es para usarlo y en estas jornadas de protesta ha habido motivo suficiente para hacerlo. Pero disparar al rostro es la mejor manera de deslegitimarlo, de proveer de argumentos a los violentos y de crearse un problema político insoluble.

Hemos visto las imágenes de un grupo de militares bien equipados emprender la retirada y ceder el control de la Gobernación de Pastaza a los manifestantes que los muelen a palos: ridículo. Mientras tanto, policías provistos de armas no letales, las disparan indiscriminadamente a una multitud apuntando a la altura de la cabeza. ¿Hay alguna lógica en esta manera de concebir el uso legítimo de la fuerza? De esto, las autoridades del gobierno no han dicho una palabra. Es hora de que Patricio Carrillo, que por lo demás ha desplegado una labor extraordinaria y firme, detenga este despropósito.