Rafael Oyarte: Camisetazo

El transfuguismo político debilita las democracias y refleja la falta de convicciones ideológicas reales
El transfuguismo es una práctica cada vez más común (no normal) en nuestras débiles democracias. Claro que, cuando había partidos políticos más o menos en serio, es decir, con cierta consistencia ideológica, no era fácil justificar la salida de un bloque parlamentario para integrar otro o la de cambiarse de organización política para, luego, terciar en elecciones por otra.
El que lo hacía era objeto de incómodas preguntas y de cuestionamientos por parte del público en general y de la prensa en particular. Cuando la tendencia de acabar con la ‘partidocracia’ (lo que inició con Fujimori, siguió con Chávez y se diseminó por las naciones) culminó con el fin de los partidos y el surgimiento de múltiples movimientos con nombre de yogur (¿qué expresión de ideología o tendencia implican las palabras creo, avanza, alianza, somos, suma, todos, reto, etcétera?), cambiarse de color y signo, a lo sumo, se toma como darle la espalda al gerente propietario del movimiento (porque llamarlos caudillos es ser muy generoso), al que en el pasado alababan con frases de exaltación y glorificación, y que hoy olvidan para conseguir otro lugar.
Si a eso se suma el hecho de que, antes, criticaban al que hoy honran, para lograr ese puesto, para sí o para algún familiar, ya no solo se pone en duda al que zigzaguea sino al que lo pone.
Alguien se preguntará con qué sangre en la cara alguien que ayer se postraba ante su líder máximo, hoy no solo que le da la espalda, sino que, con la misma cara, tiene que repetir las mismas loas, pero a su nuevo líder.
El ejemplo que se le da a las generaciones venideras ya no es solo que callar es mejor, por ahora ya ni siquiera se es esclavo de lo que se dice. Esto es culpa de los mismos líderes que hoy se quejan o se benefician (o favorecen) a los tránsfugas, porque se pretende que una democracia dependa de lealtades e incluso a simpatías personales, y no a las convicciones políticas que nos unen o separan a las personas (de lo que ni siquiera depende una buena amistad, en la que la discrepancia la alimenta y fortalece).
Por eso estos líderes que buscan lealtades personales las terminan perdiendo e, incluso, demoliendo lo que, para bien o para mal, hicieron. No es la soledad del poder, entonces, lo que se observa, si no la inevitable autodestrucción del mismo líder.