Premium

Mauricio Velandia: Ministros (as)

Avatar del Mauricio Velandia

Tiene usted un país dentro suyo que administrar. ¿Quién está dirigiendo su vida? ¿Quién es su ministro de conciencia?

En el viejo Oriente, cuando la sabiduría aún no había sido arrinconada por el algoritmo, Confucio se atrevió a decir algo que, en estos tiempos, sería considerado un acto subversivo: “Si el príncipe permite que sus ministros roben, el pueblo entenderá que robar es el camino correcto”. Una frase sencilla, pero más poderosa que un gabinete entero.

Porque ser ministro no es decorar un cargo ni engordar una tarjeta de presentación. Es dirigir una cartera con la conciencia de que toda decisión baja, como río caudaloso, hasta el ciudadano. Gobernar es educar con el ejemplo, incluso cuando nadie mira. 

Un ministro que se infla en su silla como pavo real en celo, pronto verá desinflar su mundo cuando lo saquen del cargo. Le quitarán el carro con conductor, los regalos de Navidad dejarán de llegar y en el ascensor -ese confesionario sin alma- pocos lo saludarán. Volverá a ser el que los porteros apenas recuerdan.

Por eso el ejercicio del poder exige algo más que diplomas: exige una ética de contención. En nuestros países, como en tantas regiones, se nos olvida que el ministro -cualquiera que sea su cartera- no es una celebridad, ni un empresario, ni un influencer. Es un servidor del Estado, y ese Estado no le pertenece; solo le ha sido prestado un cargo. 

Y si ese ministro del Estado se corrompe, miente o improvisa, entonces el ciudadano se siente con derecho a hacer lo mismo. Es la pedagogía de la corrupción: una cadena de ejemplos mal dados que, como dominó, nos aplasta a todos.

Pero aquí viene el giro de 180 grados de esta columna. No es necesario ocupar un ministerio para tener uno. De hecho, cada quien debería ser su propio ministro. Ministro de trabajo, para no depender del favor ajeno. Ministro de finanzas, para no vivir como rico el 15 y como mendigo el 30. Ministro de salud, para no dejarle toda la carga al sistema. Ministro de educación, para no ser víctima de la ignorancia heredada. Ministro de deporte, para no oxidarse de cuerpo y espíritu. Ministro de justicia, para que la ética no dependa de un juez. El problema es que muchos han delegado esos ministerios personales a terceros. Esperan que el ministro real les solucione la vida, les enseñe a ahorrar, a comer sano, a pensar.

Volviendo al eje, hay quienes llegan al ministerio como si fuera la cima del Himalaya. Suben, se toman selfis, reparten cargos entre sus amigos, dan entrevistas hablando de transformación y futuro. Pero al poco tiempo se les acaba el oxígeno. Porque gobernar, señores, cansa. Sobre todo cuando hay que decir ‘no’ al círculo cercano, sin descontar los límites para controlar el ego. 

Entonces, después viene el síndrome del ‘exministro dolido’, que describe a ese personaje que pasa de la portada a la penumbra, que extraña hasta el café de protocolo. Aquí un consejo crudo, sin florituras para los ministros (as). Si van a llegar al poder, háganlo para servir. Y si ya están en el poder, recuerden que es transitorio. No se emborrachen con el título ni se tatúen el cargo. En unos meses será historia. En unos años será una anécdota.

Y si nunca llega al poder público, tiene usted un país dentro suyo que administrar. ¿Quién está dirigiendo su vida? ¿Quién es su ministro de conciencia? ¿Y qué está haciendo con el presupuesto de su tiempo?

Recuerde a Confucio. El mal ejemplo también es una forma de gobierno en cada Estado y en cada familia, pues es un orden piramidal. Y cada vez que usted actúa con decencia, aunque nadie lo vea, está gobernando bien su pequeño Estado interior. No necesita banda presidencial. Solo carácter.