Mauricio Velandia | ¿La mano invisible de Adam Smith o la dura de Will Smith?

Más allá de la retórica, somos criaturas profundamente pragmáticas, expertas en justificar lo que nos beneficia
Un día de sol o de lluvia, en cualquier parte del mundo, un hombre se levanta, se pone los zapatos y se pregunta si todavía vale la pena confiar en su país. En Shanghái o en Guayaquil, en Nueva York o en Caracas, la pregunta es la misma. Cambia el acento, pero no el fondo de la pregunta.
Los sistemas políticos -la democracia liberal de Occidente o el modelo centralizado chino- prometen cosas distintas, pero tienen algo en común, es que para el año 2025 siguen en pie, tanto en China como en Occidente. Funcionan. La demostración es la guerra de aranceles en que están y tienen ahora a la economía global o las guerras indirectas que tienen las potencias en muchos territorios. Con críticas, con defectos, con contradicciones sus sistemas funcionan para sus economías frente al mundo. Ninguna se cae.
El problema no son los sistemas. El problema es que el ser humano se vive saboteando en sus propias preguntas diarias. Quiere ser distinto, especial, irrepetible. Pero a la vez reclama igualdad entre todos. Reclama por un lado su derecho a pensar diferente, a disentir, a ser libre, pero en escenarios exige igualdad como equidad de tipo social y económica. No obstante, cuando el precio de la diferencia o de la igualdad es el conflicto, no recuerda que pidió lo contrario. Un saboteo muy conveniente.
Es un ciclo sin fin en el que nos ha metido la filosofía e internamente hasta la misma Constitución. Queremos libertad, pero odiamos el desorden; pedimos igualdad, pero vivimos compitiendo por ver quién vale más. Nos cuesta aceptar que tal vez no hay un sistema perfecto, porque no hay un ser humano perfecto.
Gabriel García Márquez decía que el drama de América Latina era creer que todo debía tener sentido, cuando en realidad todo funcionaba “al borde del absurdo”. Y tal vez no solo en América Latina; por ejemplo en China, no se puede protestar creyendo, pero hay trenes que cruzan media nación en cuatro horas. En Estados Unidos se puede decir lo que se quiera, pero la gente duerme en las calles. En Ecuador tenemos elecciones libres y miedo todos los días.
¿Entonces, qué elegimos: libertad u orden?. No necesitamos salvadores, ni caudillos, ni CEO con micrófono. Necesitamos gente que entienda que pensar en grupo no es traicionar la diferencia, sino hacerla útil.
Al final, igualdad y diferencia no son más que extremos entre los que el ser humano ha oscilado desde siempre, según le convenga el discurso. Un día marchamos por la igualdad, y al siguiente defendemos nuestras diferencias como bandera de identidad. Pero en el fondo, lo que de verdad importa -y lo sabemos todos, aunque no lo digamos en público- es tener con qué pagar el arriendo, la escuela de los hijos o el mercado del sábado. La ideología se adapta, el discurso se acomoda, la moral se ajusta. Porque más allá de la retórica, somos criaturas profundamente pragmáticas, expertas en justificar lo que nos beneficia.
¿Igualdad o diferencia? Depende de quién paga la cuenta. Ya no opera la mano invisible de Adam Smith (La riqueza de las Naciones - 1776) sino que lo que ahora vivimos es la mano dura de Will Smith (Premios Oscar – 2022). El mercado se regula a golpes …. de realidad.