Mauricio Velandia: Harvard, Trump y el monopolio del saber

Las universidades estadounidenses no solo formaban profesionales, lo que hacían era que colonizaban intelectualmente
Durante décadas, estudiar en Harvard -y en su estela, Yale, Stanford, Columbia o MIT- ha sido el símbolo supremo de la consagración intelectual. No importaba si el estudiante era brillante o apenas solvente; con el sello ‘Ivy League’. La educación fue, desde el inicio, un dispositivo de poder.
Una universidad sirve para investigar y enseñar. Así como para concentrar información, producir relato, entrenar a las futuras clases dirigentes y moldear el ‘sentido común’ global. Una buena universidad no es un centro de conocimiento neutral. Es una fábrica de hegemonía.
El enfrentamiento entre la administración Trump y Harvard, al anunciar restricciones de visas a estudiantes extranjeros y sugerir la exclusión de algunos programas del sistema migratorio, no es una excentricidad ni un error administrativo. Es una jugada estratégica. Y tiene que ser leída como tal. Quien la critique desde la óptica de la vieja libertad empresarial no ha entendido que el tablero ha cambiado.
Desde la posguerra, Estados Unidos se convirtió en la mayor potencia exportadora de educación. Las universidades estadounidenses no solo formaban profesionales, colonizaban intelectualmente. Exportaban con sus estudiantes extranjeros modelos económicos, teorías jurídicas, cánones culturales e incluso comportamientos sociales. El modelo ‘harvardiano’ se convirtió en estándar global. Cada estudiante extranjero era, sin saberlo, un embajador de ese modelo.
Estudiar en el extranjero, particularmente en EE.UU., se convirtió en sinónimo de prestigio, sofisticación y -hay que decirlo- superioridad social. En muchos países de América Latina, decir ‘estudié afuera’ es el atajo más corto para obtener reverencia, autoridad académica, y poder simbólico. Se trata de una moda útil. Quien pasa por una universidad estadounidense regresa con un acento híbrido y una opinión fuerte. Aunque a veces, ni lo uno ni lo otro.
Pero ahora el libre mercado cambió. Y con él, el ‘antitrust’. Lo que antes era considerado una restricción inaceptable a la libertad empresarial o a la libre escogencia del consumidor (en este caso, el estudiante internacional), hoy se presenta como una decisión de soberanía. Trump no está cerrando Harvard. Está blindando el conocimiento como activo estratégico. Y lo hace con la misma lógica con la que otros países protegen sus reservas de litio, su producción agrícola o su industria energética. El nuevo nombre para eso no es censura, es “seguridad nacional”.
La educación no es solo un derecho o un servicio público, es un mercado relevante donde operan intereses geoeconómicos. En ese mercado, las universidades compiten, pero también se convierten en agentes de política exterior. Harvard no es simplemente un campus, es un centro de poder blando. Su apertura o cierre a extranjeros no es un asunto académico, sino un movimiento estratégico de EE.UU. como campeón nacional’ en la industria del conocimiento. El mundo está hecho de algoritmos, chips y guerras de talento. Y el talento, como el litio, puede agotarse si se exporta sin estrategia.
La decisión de Trump puede parecer vulgar, incluso ofensiva, pero es profundamente coherente. Busca monopolizar la producción y circulación del conocimiento para mantener a EE.UU. como potencia económica y como fábrica global de élites. Suena a distopía, pero es simple geoestrategia.
Y como dijo un amigo mío -que estudió en Harvard y se siente culpable por ello-: “el saber ya no se comparte, se capitaliza”. Frase aguda.