Guayaquil: ¿su tragedia humanizará la política?

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'Correa y sus seguidores son seres intoxicados que buscan chivos expiatorios por toda parte. Quieren la guerra, no el cuidado de los otros’.

Voracidad por el poder. Virulencia autoritaria. Cinismo. Doble moral. Nivel cero de tolerancia. Cleptomanía… ¿Podía el correísmo agregar algún atributo a lo que fue evidente para el país durante su reinado? Pues sí. El coronavirus muestra su dimensión aterradora de inhumanidad. Los correístas están dando razón a Saint Just, ese líder jacobino que contribuyó al terror al lado de Robespierre, cuando dijo: “todas las artes han producido sus maravillas, solo el arte de gobernar ha producido únicamente monstruos”.

El sitio Código Vidrio publicó el 30 de marzo un informe titulado “Así propaga el correísmo el virus del miedo en redes”. En él muestra que, en plena catástrofe sanitaria, el expresidente y sus seguidores en México, mediante intensas campañas de desinformación, mantienen vigente su tesis macabra: para combatir el coronavirus hay que tumbar el gobierno. Correa, en un tuit del 31 de marzo, y en respuesta a Pablo Dávalos -famoso exasesor de la Conaie desde octubre- que propuso adelantar elecciones, perfiló su nueva estrategia: obligar a que el vicepresidente Sonnenholzner dé un paso al costado, designar un nuevo vicepresidente y luego obtener la renuncia de Lenín Moreno.

Es verdad que las crisis avivan las fuerzas desintegradoras. Pero también en momentos como estos, y ante la situación aterradora que vive Guayaquil, cualquiera esperaría que el expresidente y sus seguidores hubieran humanizado sus pulsiones. Edgar Morin, en su libro La vía para el futuro de la humanidad, sugiere, como una nueva actitud, establecer un diálogo entre la razón y la pasión. Es un ejercicio que no ha hecho Correa. Lo que se ve es una pasión sin control capaz de construir una empresa dedicada a fabricar miedo, exacerbar los ánimos y tergiversar los hechos: el delirio.

Guayaquil y la gravedad de su situación no solo llaman a una tregua política: ponen a la política y a los políticos ante el reto del arte que supuestamente dominan: la imaginación y la creatividad. No solo eso: les exige, como escribe Morin, “la capacidad de afrontar la ecología de la acción”. Les exige ser sencillamente humanos.

Correa ha probado, siendo además guayaquileño, ser incapaz de asumir los valores que la tragedia impone: solidaridad, compasión, unidad, benevolencia en el sentido de atención a los otros y dedicación al bien público. En el mundo de Rafael Correa y de sus seguidores solo caben ellos por oposición a una crisis sanitaria que pone en juego lo que Morin llama “la concepción trinitaria de lo humano”: el individuo, la sociedad y la especie. 

Correa dejó de ser humano hace tiempo para convertirse en una mera autoproclama. Una pulsión en la cual no hay espacio para la reflexión, la autocrítica, la serenidad, el sentido de los otros. Hoy, ante la muerte y el peligro que acechan a la ciudad donde vive su familia, solo cultiva el odio, el anhelo de arreglar cuentas, el sobredimensionamiento de su yo y el olvido palmario de los demás: Correa y sus seguidores son seres intoxicados que buscan chivos expiatorios por toda parte. Quieren la guerra, no el cuidado de los otros.

Guayaquil invita a los políticos y a los ciudadanos a un sobresalto. A hurgar en esos pliegues y valores de empatía y convivialidad que matizan lo humano. Guillermo Lasso y su banco y Jaime Nebot han emprendido campañas para salvar vidas en su ciudad: hay que señalarlo. Hay que esperar que esos gestos de humanidad regeneren la política que debe recuperar su sentido profundo de servicio, de cuidado de la comunidad. No de uso de los otros -como en el caso del correísmo- para fines protervos.