Joaquín Hernández Alvarado | Entre Teilhard de Chardin y Spengler (II)

El mundo de hoy tiene para Dahik más coincidencias con la visión del pensador alemán que con la del francés
La meditación de Alberto Dahik sobre la contraposición de visiones entre Teilhard de Chardin y Spengler es estrictamente contemporánea y responde a las incertidumbres y cuestionamientos del presente, por más que aquellos autores hayan difundido su pensamiento en la primera mitad del siglo XX. Más aún, el pesimismo spengleriano expresa el estado de ánimo, consecuencia de la destrucción de la Europa victoriana por el holocausto de la Gran Guerra. Por cierto, la voz de Spengler no fue la única que se escuchó entonces a nivel europeo. Un año después de la publicación del primer tomo de la obra de Spengler en 1919, Paul Valery, en una carta abierta resumió la crisis que se vivía en una frase que permanece vigente hasta la actualidad: “nosotras, las civilizaciones, ahora sabemos que somos mortales”. Solo que esta crisis para Valery, a diferencia de Spengler, era del espíritu y no producto de un ciclo determinístico. La explicación de la catástrofe civilizatoria es clara para el pensador francés: “Tantos horrores no hubiesen sido posibles sin tantas virtudes. Ha sido necesaria sin duda, mucha ciencia para matar tantos hombres, destruir tantos bienes, aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo; pero se han necesitado también cualidades morales, Saber y Deber. ¿Son sospechosos también?”
El mundo de hoy tiene para Dahik más coincidencias con la visión del pensador alemán que con la del francés. Vivimos una pérdida de valores y una descristianización de Occidente. Spengler había dicho que alrededor del año 2000 se instaría una especie de cesarismo, una omnipotencia extraconstitucional del poder ejecutivo, el estado de excepción permanente del que habla Giorgio Agamben y al que se había referido Carl Schmitt. Esa descristianización de Occidente significa la pérdida o el rechazo a los valores fundadores que se hace evidente en la corrupción generalizada, la falta de legitimidad de las instituciones, la banalización de la política reducida a lucha de mercados, el pensamiento plano que solo exige derechos y no deberes, que además es incapaz de reconocer entidades como comunidad, nación, ciudad, y que está cautivo por lo particular. Por ello, la sociedad civil e instituciones como la escuela y la universidad deben retomar esos valores fundacionales, señalar las consecuencias de su olvido e influir para que el Estado no sea promotor de su propia destrucción. Se impone una vuelta a los orígenes.