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El frenesí de los tiburones

Avatar del Francisco Huerta

Todos a una, tenemos que reaccionar, denunciando la corrupción y exigiendo sanciones.

Con más de cincuenta años de mantenerme interesado en la vida política nacional, todavía sin mayor arterioesclerosis, no recuerdo un estado de postración de la ética publica como el actual.

Y menos todavía con tanta incapacidad de lograr que se produzca la reacción ciudadana que sería de esperar.

Sin duda, entre el coronavirus, la necesidad de ganar el pan de cada día y la desesperanza sembrada por las continuas desilusiones, se teje la posible explicación de la apatía.

A lo dicho para lo individual, se agrega para lo público la mentira. Se ha institucionalizado la farsa. La mentira es un instrumento de un gobierno que, tal vez sintiendo vergüenza de lo actuado, ahora niega haber entregado hospitales u otras actividades de servicio a cambio de votos en la Asamblea Legislativa.

Sin embargo, la tremenda elocuencia de los hechos desnuda falsedades que no pueden ocultarse como tales, pese a la gasmoñería con que se responde ante los severos cuestionamientos de la prensa, que es uno de los escasos bastiones que aún poseemos.

Aunque ya lo habíamos anunciado señalando que el fin de fiesta sería altamente dañino para el patrimonio nacional, ni con imaginación de novelista cultor del realismo mágico podríamos haber imaginado todo lo que está sucediendo en cuanto a corrupción, a despiadado asalto de los fondos públicos.

Para colmo, es visible que existe corrupción en menor o mayor escala en los organismos destinados a controlar la plaga, que se escogen los casos a denunciar. Esa triste situación les garantiza impunidad a los corruptos.

Pese a que el paso del tiempo desestimula la posibilidad de un cambio de gobierno cuando estamos a poco de elegir nuevos mandatarios, sería una grosera ofensa a nuestra historia permitir que hasta cuando ello ocurra se siga delinquiendo sin sancionar a los peces gordos, pretendiendo calmarnos con unos pescados intermedios que, sin duda, son un pestilente producto derivado de los tiburones ballena que operan a la sombra del poder, mientras un legislativo complaciente y una administración de justicia ídem, auspician por omisión el frenesí de los tiburones.