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Ernesto Albán Ricaurte | Vencer la cultura de la trampa

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Solamente cuando la decencia sea la norma podremos decir que luchamos contra el crimen

Nos alarman las mafias, los sicariatos, las balaceras. Hablamos del crimen organizado como si hubiera caído del cielo; pero antes de que las bandas aparecieran ya habíamos preparado el terreno perfecto: una sociedad que tolera la trampa.

La trampa empieza por lo pequeño: colarse en una fila, ‘arreglar’ un trámite, no pagar impuestos porque ‘el Estado no hace nada’, un certificado falso, usar contactos para borrar una multa, coimar al policía de tránsito. Lo llamamos viveza criolla, pero es una renuncia colectiva a la regla. Sobre esa renuncia se levantan las estructuras criminales que hoy nos hacen sentir miedo.

El narco no inventó el desprecio por la ley; lo profesionalizó. Funciona con la misma lógica que el empresario que tuerce una licitación o el político que reparte contratos: ‘si nadie se entera’, o ‘si todos lo hacen’, se vuelve aceptable. No basta indignarse ante los capos mientras aplaudimos al que ‘se las ingenia’ para ganar por fuera de la norma. A eso se suma una complicidad silenciosa. Casi todos conocemos a alguien ‘en malos pasos’: el que lava dinero, el que vende lo que no debería, el que vive por encima de sus ingresos, etc. En lugar de marcar distancia, aceptamos sus invitaciones, hacemos chistes, y miramos al piso.

Las mafias no se derrotan solo con balas ni con reformas en papel. Derrotarlas exige tres frentes a la vez. Primero, golpear su base financiera: seguir el rastro del dinero, decomisar bienes, cerrar negocios pantalla, impedir que el narco compre barrios y conciencias. Segundo, recuperar el control armado del territorio: presencia real del Estado en barrios, fronteras y cárceles; no solo operativos esporádicos. Tercero, desde el hogar educar a los hijos a respetar el bien ajeno, a cumplir con la palabra dada, a saldar las deudas y así desmontar la cultura de la trampa que legitima todo lo anterior.

Si el ciudadano sigue buscando el atajo, si el empresario normaliza el arreglo bajo la mesa y las familias educan a sus hijos para ‘aprovechar mientras se pueda’, ninguna reforma legal será suficiente. Solamente cuando la decencia sea la norma podremos decir que luchamos contra el crimen y no solo contra sus síntomas.