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El verdadero costo del gasto

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Esta distorsión reducirá el crecimiento económico y dificultará a la gente mejorar su situación financiera: acumular patrimonio, reducir la dependencia respecto del Estado y (por qué no) enriquecerse...

El presidente estadounidense Joe Biden insiste en que su programa de «infraestructura humana» por valor de 3,5 billones de dólares (5 billones sin los trucos presupuestarios) «cuesta cero dólares». Así como se lee: nada. Es verdad que todos los presidentes hacen declaraciones insensatas, pero esta debe ser la afirmación presidencial con menos conocimiento de economía desde que Jimmy Carter exigió a la Reserva Federal de los Estados Unidos bajar los tipos de interés en medio de una escalada inflacionaria de dos dígitos. En el caso de Carter, el resultado fue la crisis del dólar. ¿Qué saldrá de esta incursión de la administración Biden en la irracionalidad?

Biden, junto con otros líderes demócratas, como la presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi, asegura que el plan no costará nada, porque se financiará por entero con un aumento de la recaudación tributaria. Al parecer, el Gobierno piensa que el único costo posible es cuando hay déficit fiscal (a contramano del argumento de otros «progresistas» que dicen que «el déficit no cuesta nada»). Pero es bien sabido que el proyecto dejará un agujero de entre 1,5 y 3 billones de dólares que, incluso después de subir impuestos, habrá que cubrir con deuda.

En cualquier caso, los estadounidenses no se lo creen. Las encuestas muestran que alrededor de la mitad quiere menos Estado y menos impuestos, y que tres de cada cuatro dudan de que el proyecto de 3,5 billones de dólares vaya a mejorar su situación. No es extraño entonces que una mayoría de los estadounidenses ahora desapruebe a la administración Biden.

Cualquiera que haya pasado por un curso de introducción a la economía sabe que el costo social de cualquier cosa es el valor de los bienes y servicios que se podían producir con los mismos recursos (mano de obra, capital, tierra, energía, materiales). Este «costo de oportunidad» se puede medir, en general, a precios de mercado (aunque en ocasiones hay que ajustar el cálculo según otros factores, por ejemplo la contaminación o la presencia de monopolios).

En términos de economía básica, el argumento de «costo cero» de Biden contiene tres errores fundamentales. En primer lugar, pretender que el costo del proyecto hay que medirlo por el efecto sobre el balance del gobierno federal. En cualquier país, el gasto público siempre cuesta algo: lo que valían las oportunidades que no se concretaron al trasladar recursos del sector privado al Estado. Menos consumo privado e inversión privada implica menos vivienda y menos fábricas.

En segundo lugar, todo impuesto supone costos, ya que también desvía recursos del sector privado y genera un costo de oportunidad. Así como el impuesto a las ventas afecta ante todo al consumo, gravar los ingresos de las empresas afecta la inversión. El costo es el valor del consumo o de la inversión del sector privado que resultan desplazados.

El tercer defecto fundamental del argumento de Biden es la idea de que la medida del costo del proyecto la da su valor monetario declarado; pero en realidad, es muy superior. No solo hay que pensar en los costos administrativos y de cumplimiento regulatorio, sino también en el daño económico que causan los impuestos al distorsionar incentivos. Por ejemplo, el impuesto a la renta desalienta el trabajo y el ahorro (aunque las cuentas de ahorro con tributación diferida lo compensan en parte); los impuestos a las empresas desincentivan la inversión; los impuestos progresivos reducen el incentivo de la gente a invertir en sus habilidades.

Entre los elementos del proyecto, hay uno que resultará particularmente nocivo para la economía: la propuesta de subir los impuestos a la renta del capital, ya que introduce una distorsión impositiva que se agrava con el correr del tiempo. Esta distorsión reducirá el crecimiento económico y dificultará a la gente mejorar su situación financiera: acumular patrimonio, reducir la dependencia respecto del Estado y (por qué no) enriquecerse.