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La última estrella

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"Esa noche, con el corazón oxidado y el alma llena de cenizas, contó solamente una estrella... la penúltima"

Como todas las noches, allí estaba tendida en el pasto, debajo del eucalipto, confundida entre las sombras y arropada con una manta desgastada; contando las estrellas. Desde muy pequeña le había fascinado el concepto del infinito y había leído con avidez todo lo que había podido sobre el tema. Se había pasado casi cien años leyendo durante el día y contando estrellas en la noche, empeñada en terminar algún día su cuenta eterna. Conocía tan bien la posición de los astros que ni la niebla ni las nubes le impedían contar de memoria, y sospechaba que no moriría del todo sin antes haber logrado su propósito.

En el pueblo la querían; unos la llamaban cariñosamente la bruja, mientras otros le decían la sabia; y se habían acostumbrado ya a ver su sombra todas las noches debajo del eucalipto. De vez en cuando, los niños la acompañaban para contar con ella.

Pero el pueblo fue cambiando con el paso del tiempo. Las alegrías, júbilos y gozos que siempre lo habían caracterizado se fueron convirtiendo en rencillas, odios y rencores.

Una noche, tumbada bajo el árbol, sumergida en el silencio interrumpido por el canto de las cigarras, sintió que, como en el pueblo, algo había cambiado en el cielo también; las estrellas estaban allí como siempre pero se convenció rotundamente de que el fin de los días estaba cerca. Obviamente, alarmó a todos los pueblerinos al día siguiente cuando salió con aquello del fin del mundo.

Los que le decían bruja, dejaron a un lado el cariño que para entonces le tenían y se alejaron. Los que la creyeron sabia, la tildaron de loca porque no entendían aquello que ella misma no sabía explicar. Decía haber sentido como si una fuerza oscura quisiera apagar la luz de todo; y mientras todos hablaban de locas profecías, ella pedía que tuvieran esperanza. Nadie le hizo caso.

Pero estaba verdaderamente convencida de que el fin estaba cerca, y que tenía que ver precisamente con terminar de contar las estrellas, así que optó por hacerlo más lentamente, pensando que quizá si dejaba pasar el tiempo, volverían a creerle y le harían caso en aquello de vivir con esperanza y no envueltos en los enconos que habían cambiado todo.

Esa noche, con el corazón oxidado y el alma llena de cenizas, contó solamente una estrella... la penúltima. Era la más grande y brillaba con un resplandor especial, era la que solo brillaba una vez cada año, la que brillaba en diciembre.

Luego de sumarla a su infinita cuenta, se quedó contemplando la noche. Había algo raro en la inmensidad del cielo. Y, con la mansedumbre de la mujer que ha contado casi todos los astros, sintió que no había mucho más que pudiera hacer. Caminando de regreso al pueblo, la invadió la profunda certeza de que el mundo se acabaría la noche siguiente, cuando contara la última estrella.

Envuelta en sus pensamientos siguió andando lentamente y, en una epifanía, entendió que la esperanza debía venir de ella, debía empezar con ella, y decidió dejar de contar y no volver más al eucalipto; y decirles a todos acerca de su revelación. Esta vez le harían caso.

Pero si hubiese alzado la mirada, se hubiese percatado de que siempre tuvo razón: arriba, en la oscuridad de la noche, una por una se iban apagando todas las estrellas. En algún momento, durante esos casi cien años, ella había perdido la cuenta.