Carlos Alfonso Martínez | ¿La Asamblea vale lo que cuesta?

La Asamblea es un monumento al derroche y a la ineficiencia, un aparato burocrático obeso que devora recursos
Mantener a un asambleísta en Ecuador es más que un gasto, una burla al pueblo. Mientras miles de familias sobreviven con salarios de miseria que apenas alcanzan para llenar la canasta básica, cada legislador disfruta de un sueldo fijo de $ 4.759. A esa cifra se le suman S 8.347 en asesores y asistentes, conformando un séquito pagado con dinero público cuya eficiencia y aporte real son más que discutibles. Solo en nómina, un curul cuesta $ 13.106 al mes, sin contar los privilegios adicionales que engordan la factura.
El descaro continúa: quienes residen fuera de Quito reciben un bono de vivienda de $ 1.410 mensuales. Y si agregamos viáticos, transporte, décimos y otros ‘extras’, el costo real asciende a $ 16.720 por cada legislador, cada mes. El país gasta una fortuna en mantener un aparato que, en teoría, debería legislar para resolver los problemas de la nación, pero que en la práctica se ha convertido en un club de privilegios.
Por si fuera poco, cada nuevo legislador demandó $ 8.200 adicionales en curules y oficinas, como si el país no estuviera en crisis. Mientras tanto, los hospitales públicos se caen a pedazos, faltan medicinas básicas, los niños estudian en escuelas con techos que se desploman y la economía se asfixia entre apagones, desempleo y corrupción. El contraste es indignante: el pueblo hace malabares para sobrevivir y la Asamblea vive como si estuviera en una monarquía.
¿Cuál es el resultado de semejante despilfarro? Una producción legislativa pobre, leyes mediocres que no resuelven los problemas de fondo, debates estériles que se convierten en espectáculos de gritos y acusaciones, y un balance legislativo que deja más frustración que esperanza. El ciudadano se pregunta con razón: ¿para qué pagamos tanto si recibimos tan poco?
La Asamblea es un monumento al derroche y a la ineficiencia, un aparato burocrático obeso que devora recursos y devuelve casi nada. Lo que debería ser una institución al servicio del pueblo se ha transformado en la caja chica de una élite política que legisla pensando en sí misma, en sus pactos y en sus negocios, no en el ciudadano de a pie. La Asamblea es hoy la expresión más clara de la estafa institucionalizada. Un lujo que Ecuador no puede darse, pero que, paradójicamente, sigue financiando a costa del sacrificio de millones de ciudadanos olvidados.