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Carlos Andrés Vera | La fórmula

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A estas alturas deberíamos ser capaces de diferenciar entre protesta legítima y una operación criminal gigantesca

Primero atacas a los ciudadanos: les impides circular, los encierras en sus casas, los agredes e intimidas en las calles, cierras sus comercios por la fuerza, atacas sus vehículos, privas a sus hijos de ir a clases y rompes la normalidad que les permite ocuparse de sus necesidades. Después te pones la etiqueta de luchador social.

Primero demandas que el Estado subsidie combustibles -que te pague un porcentaje de cada litro de gasolina o diésel producido con el petróleo de tu país-. Después exiges que se reduzca la explotación petrolera.

Primero miras para otro lado -o colaboras- con la minería ilegal que contamina ríos, arrasa bosques, envenena a comunidades enteras con metales pesados y desmantela culturas locales. Después te presentas como ambientalista y defensor de la naturaleza.

Primero paralizas la economía: bloqueas carreteras, asfixias al comerciante, al agricultor, al transportista. Después exiges más inversión en servicios públicos.

Primero te mezclas con actores del crimen organizado -políticos mafiosos, mineros ilegales, guerrillas-: siembras conmoción y zozobra, incendias instalaciones públicas, asaltas convoyes de alimentos y ayuda humanitaria, rompes tuberías de agua, usas armamento artesanal y te escondes tras máscaras para que no vean que no eres de la zona, que no eres un vecino. Luego reclamas por la inseguridad.

Primero secuestras a militares que estaban en la carretera, los torturas y les montas un juicio por invadir tu territorio “sin permiso de las autoridades ancestrales”. Luego te vendes como especialista en derechos humanos.

Primero cercas ciudades enteras, dejando a miles de personas sin poder atender sus emergencias médicas. Después te presentas como defensor de la vida.

Primero pierdes una elección; después hablas en nombre de todos los ecuatorianos.

Primero cometes y promueves delitos; luego te presentas como perseguido político.

Esa es la fórmula. La vimos en los paros criminales de 2019 y 2022; la hemos vuelto a ver en estos días en la operación de Imbabura. No debería sorprender a nadie, pues a estas alturas deberíamos ser perfectamente capaces de diferenciar entre protesta legítima y una operación criminal gigantesca que, una vez más, pretende poner en jaque la ya difícil convivencia nacional.