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Kant, el complejo de Freud y la guerra

Avatar del Bernardo Tobar

¡Y nos extraña la guerra de Putin!

Según Freedom House, menos del 20 % de la población mundial vive en un país libre, el peor registro luego de la última ola autoritaria que inició hace un par de décadas. Yo estimo que la realidad es más alarmante, si entendemos por sociedad libre aquella cuya autoridad no oficia de gran rector de la educación, la economía, la comunicación; aquella donde es posible expresarse sin censura, progresar sin beneplácitos burocráticos, elegir la propia versión del buen vivir y no la impuesta, cual dogma religioso, por una constitución catequista. Una sociedad libre parte de la premisa de que sus miembros son adultos responsables de sí mismos, no seres incapaces y necesitados de tutores públicos. ¡El bendito Estado de bienestar!, preámbulo de todo totalitarismo.

Por este camino el Estado ha llegado, desde Alaska a la Patagonia, España a China, unos en más grado que otros, a absorber poderes que asfixian a la sociedad y doblegan la iniciativa de las personas, cuyos recursos mutilan para financiar guerras, pagar legisladores que reparten amnistías y financiar instituciones poco útiles para combatir una corrupción que tiene su mayor fuente, vaya paradoja, en los mismos cofres estatales. Detrás de esta invasión del poder político hay una complacencia generalizada, un estado de indolencia colectiva y comodidad cultural, pues la usurpación de libertades no sería posible sin complejos y taras en quienes consienten en la servidumbre. Este inveterado acomodo ya lo denunció Kant, quien reclamaba coraje a las personas para que se emancipen y reivindiquen el gobierno de sí mismas. Freud, sin embargo, ofreció la disculpa perfecta: el hombre se debate en un estado de conciencia limitada por sus complejos. Y si el hombre en su individualidad no tiene, en esta psicología del complejo, la capacidad para decidir sobre su destino, como sostenía Freud -o ciertos teólogos, con su lectura del dogma y la psicología del pecado-, los filósofos que lo coreaban y los ideólogos del materialismo colectivista, alguien más tenía que asumir la tarea de conducir la sociedad hacia el bienestar colectivo: el Estado, con un puñado de tecnócratas iluminados, tan prevalidos de su autoridad para decidir sobre bienes, fortunas y vocaciones como los zares, sultanes, jeques y monarcas decimonónicos. ¡Y nos extraña la guerra de Putin!