Andrés Isch | Arupos

Quito nos daba orgullo no solo por su historia o por ser la capital, sino también por su belleza
Debo haber tenido siete años cuando mi abuelo plantó un arupo en el frente de su casa. Tengo grabado ese fin de semana, más que por la siembra, por la conversación posterior junto a mi papá y mis tíos, con una emoción que era fácil de percibir incluso para un niño de esa edad. Poco después perdimos a mi abuelo ante el cáncer y, junto con él, muchos de los recuerdos de esa casa. Como todo lo que vivimos de pequeños, las historias que aún mantengo en mi cabeza son construcciones de las construcciones de ese momento, cada vez con menos claridad. Pero, por alguna razón, el recuerdo del arupo sigue hasta el día de hoy muy presente.
Tal vez hay un componente de ADN quiteño que ata la belleza de los arupos al corazón de quienes nacimos aquí. Por algunos años, Rafael Lugo organizaba en Twitter el concurso “Rey del Arupo”, y la red se inundaba de preciosas fotografías con todos los tamaños y formas que el verano expresa. Flores que se abrían paso sobre el barro, como bocanadas de oxígeno para sobrevivir entre trinos sobre corrupción y peleas triviales. Rafael llegó a imaginar una ciudad identificada por sus colores, con grandes bosques que llamen a los turistas, como lo hacen los cerezos en Japón.
Su idea se estrelló contra la realidad de la incompetencia, la maldad y la política, pero es una raíz que deberíamos volver a regar para que algún día rebrote, como tiene que rebrotar esta ciudad. Quito nos daba orgullo no solo por su historia o por ser la capital, sino también por su belleza: la arquitectura colonial mezclada con un esbozo de modernidad, el imponente Pichincha o la verde paz de sus valles. Esa estética fue enterrada entre el desorden, las vallas publicitarias y el abandono, pero aún está ahí y es posible rescatarla.
No sé si mi abuelo vio florecer su arupo, pero hoy es un enorme espectáculo con explosiones de color rosa, del que seguro disfrutan no solo quienes habitan ahora esa propiedad, sino el barrio entero. Quien siembra un árbol comete un acto de generosidad que trasciende generaciones. Los arupos podrían ser un símbolo de recuperación de identidad común y pertenencia; un símbolo también de cómo podemos creer en la vida incluso cuando más encapotado se ve el cielo.