Guayaquil

Coronavirus en Guayaquil: Nigeria, el barrio que le corretea a la pandemia

En este asentamiento de herencia afro de Guayaquil, conocen el hambre y le temen más que a la covid-19. Aquí las mascarillas no llegan y el toque de queda se cumple solo por unos minutos

Nigeria
Residentes del barrio Nigeria, en la Isla Trinitaria, de Guayaquil, no siguen las recomendaciones para mantenerse a salvo del coronavirus.AFP

Con el toque de queda, comienza el correteo entre policías y pobladores. En las horas previas, nadie en Nigeria, un asentamiento de herencia afro de Guayaquil, corazón de la pandemia en Ecuador, siguió las recomendaciones contra el coronavirus.

El contagio asoma como un mal menor. El confinamiento, aseguran sus habitantes, los priva de comida. Conocen el hambre y le temen más que a la covid-19, que ha dejado más de 350 muertos en el país.

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Las autoridades dicen a las familias: quédese adentro de la casa, pero no ven más allá. La necesidad la teníamos antes de esto y ahorita es peor.

Washington Angulo, de 48 años y líder comunitario

Las tensiones estallan a diario hacia las 14:00, cuando inicia el toque de queda de 15 horas impuesto por el gobierno para enfrentar la pandemia. Entonces también arranca el juego del gato y el ratón.

Llegaron los policías con látigo a corretear a la gente, a golpear y 'métanse a la casa', pero cómo le dice a un pobre 'quédate en casa' si no tiene para comer.

Carlos Valencia, un profesor de 35 años

Las denuncias de abusos se multiplicaron en redes sociales. La fuerza pública morigeró el trato hacia los pobladores. Pero Valencia reconoce que apenas se van los uniformados, los vecinos vuelven a salir a la calle. Y cuando regresa la policía, corren de nuevo hacia sus casas.

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Sin protección 

Nigeria, donde habitan 8.000 familias, se levanta al pie del estero Mogollón, uno de los brazos del mar de Guayaquil, eje económico de Ecuador y una de las ciudades latinoamericanas más castigadas por la pandemia.

Sin ningún contagio confirmado, en Nigeria apenas se dan por enterados de la tragedia que desgarra a muchos guayaquileños que han tenido que esperar días con sus muertos en las casas, ante el colapso de los sistemas sanitario y funerario.

Los hombres beben en las esquinas o convierten las estrechas calles en canchas de fútbol. Las mujeres se reúnen en el pequeño malecón y los niños juegan a las canicas justo a lado de un charco de agua empozada.

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Pocos portan mascarillas, los guantes no se ven. El distanciamiento social no existe: los saludos aún siguen siendo con apretones de mano.

En las viviendas, de poco espacio entre techo de zinc y piso, se apiña más de una familia. El calor sube a los 32 grados. No hay aire acondicionado ni ventiladores; apenas un televisor para el entretenimiento de todos.

Neveras vacías

Pero la pandemia golpea de otra manera a Nigeria, donde se asienta la pobreza y la alegría de los negros que llegaron de la provincia de Esmeraldas (norte, fronteriza con Colombia), engañados por los traficantes de tierra.

La depresión económica causada por la crisis sanitaria dejó sin trabajo a la mayoría de sus habitantes, vendedores informales, recicladores, cocineros o cuidadores de autos.

Las autoridades, con donaciones de empresas privadas, tratan de paliar la emergencia con bolsas de víveres.

Solo viene un atún, una fundita de fideo, no es para el diario, no hay un pedazo de carne o queso. Víveres crudos no han llegado al sector. Estamos viviendo una vida difícil.

Washington Angulo

Otros no han recibido nada. Marcial Vernaza, de 61 años, se asoma molesto al portal de su casa. "Abra la nevera y lo que ve es puro hielo. No tengo nada. Mi hijo me pide comida", reclama. Su situación ya era complicada porque como jornalero no tiene empleo desde hace un año.

​En medio de la parálisis económica, el gobierno entrega 60 dólares de subsidio a las familias más pobres.

Fulton Ordóñez, de 52 años y a quien la poliomielitis lo dejó cojo desde niño, espera que le llegue alguna ayuda si bien reconoce que está violando la ley. Hace dos meses que levantó una covacha en el parque que está al filo del estero. La crisis no había estallado aún y este hombre debió arreglárselas para meterse dentro de unas tablas que le donaron, tras ser desalojado por una sobrina. Su hogar interrumpe el paso por el malecón.

"Tengo miedo que me saquen", dice. El virus no hace parte de sus temores.