Muleta. Morenito de Aranda pasa de muleta al toro de El Ventorrillo, al que terminó cortando una oreja que supo a poco en Las Ventas de Madrid.

Temporada de rebajas en San Isidro

En dos palabras, que han llegado adelantadas las rebajas del patrón (no las de Simón Casas, que es el que manda ahora en esta plaza, sino las de San Isidro) y, por un precio módico, Morenito paseó una oreja que otrora costaba un potosí.

La oreja de escasísimo peso que paseó Morenito de Aranda es la constatación de dos realidades: la primera, que Madrid, al igual que Sevilla, ya no es lo que era (“cuando el que manda es el público”, decía Pepe Luis Vázquez, “la fiesta se desmorona”); y la segunda, que hay tantas ganas de ver torear, hay tanto cansancio acumulado de tardes de desesperado aburrimiento, que cuando el tendido ve a un señor con un porte elegante, que se coloca en su sitio y traza algún buen muletazo trufado con medios pases, sueña literalmente el toreo. Es decir, que engrandece lo que la vista le transmite.

En dos palabras, que han llegado adelantadas las rebajas del patrón (no las de Simón Casas, que es el que manda ahora en esta plaza, sino las de San Isidro) y, por un precio módico, Morenito paseó una oreja que otrora costaba un potosí.

Pero no estuvo mal el torero de Aranda, no. No estuvo para cortar un trofeo, pero sí muy por encima de su lote, el mejor, por otra parte, de una bien presentada pero mansa, descastada y sosa corrida de El Ventorrillo.

Recibió al quinto con unas vistosas verónicas (Morenito maneja con gusto el capote), un toro que no hizo una pelea de bravo en el caballo, aunque acudió alegre en banderillas y obedeció con prontitud el cite en la muleta. Permitió, eso sí, el lucimiento de José Manuel Zamorano (extraordinario el segundo par) y Pascual Mollinas, con los palos, y que el público viera lo que no existió.

Acudió de largo y con codicia a la muleta de Morenito, en embestidas cortas, con más genio que clase, mientras el torero colocaba en la balanza su buen gusto y decisión, y el público, sus ansias por ver torear. Entre la obediencia del toro, la entrega del torero y la mirada obnubilada de los espectadores, aquello parecía lo que no era. Tanto es así, que el matador falló en la suerte suprema y, a pesar de todo, una minoría de la plaza pidió la oreja, y una mayoría, con las manos en los bolsillos, gritó y silbó desaforadamente cuando vio que las mulillas estaban a punto de trasladar el toro al limbo del desolladero.

Cómo sería el griterío que el presidente, muy digno en principio, se guardó la dignidad en el bolsillo, de donde se sacó un pañuelo blanco que le pesará en su conciencia de buen aficionado.