Reinventando al pueblo frances
“Todo se ha consumado...”. El pasaje marcado por esas palabras era para mí uno de los más enigmáticos de La pasión según San Juan de Bach. El hecho que se ha consumado es el plan del presidente Emmanuel Macron de obtener mayoría en la Asamblea Nacional. Otro logro fue la tasa de abstención sin precedentes: el 57 % de los votantes franceses desdeñaron el privilegio de votar, inventado hace varios siglos por hombres que creían en la deliberación, la razón y el iluminismo. Inevitablemente, escucharemos comentarios sobre un electorado exhausto tras un año dramático en el que los cimientos políticos de Francia se desplazaron y sus puntos tradicionales de referencia se oscurecieron, o de la sabiduría interior de una nación que ya conocía el resultado y deseaba, sin decirlo, evitar la apariencia de una victoria excesiva. Pero yo no creo que estas respuestas anecdóticas se mantengan en pie por mucho tiempo. No puedo evitar oír, en el silencio ensordecedor de los millones que se abstuvieron, la nota disonante que uno siempre detecta en las fanfarrias victoriosas. Nunca se sabe, al principio, si solo se trata de una nota falsa, del sonido de cosas que caen y siguen rodando brevemente antes de finalmente detenerse o de un cacharro de verdad, una interrupción más discordante, el heraldo de una verdadera crisis. También podría reflejar un proceso de abandono, deserción y dispersión; un proceso que afecta, más allá del voto, la idea que los franceses tienen de sí mismos. Me pregunto si no estamos acercándonos al fin de un proceso de disolución que ahora amenaza con convertir irreversiblemente la abstracción del “pueblo” en una ficción, casi imposible de imaginar y aún más difícil de creer. Me pregunto si la satisfacción de ser un pueblo no se estará convirtiendo en una cosa del pasado. Parecería que eso nos obliga a elegir entre dos posturas: acomodarnos a esta irrealidad y a los representantes recientemente instalados de Macron o podemos basarnos en Facebook y Twitter para devolverle una semblanza de voluntad y soberanía a lo que solía llamarse el pueblo, por medios técnicos que permitan respuestas en tiempo real a referendos instantáneos. Pero existe otra alternativa: detectar en el prospecto de respuestas sin preguntas y opciones, sin deliberación, ni siquiera reflexión, un camino que conduzca eventualmente a más inhumanidad, debido a las urgencias que, en un determinado momento, pueden adueñarse de un pueblo que ve cómo se marchita. En ese caso, podríamos rodearnos de inteligencia, razón y valentía; regresar con fuerza a la arena política; e, inspirados por el legado del Iluminismo, reformular en el idioma de hoy los teoremas de la democracia representativa, un sistema político que aún hoy (y por mucho tiempo) no tiene par. Debemos volver a juntar lo que se desmorona y anda a la deriva como un iceberg. Debemos cerrar la herida de la que fluye la savia de una sociedad fragmentada. En resumen, nosotros, el pueblo, debemos refundarnos sobre las ruinas de un mundo ardiente que tiembla bajo nuestros pies. Esa es la verdadera revolución por la cual Macron y su mayoría parlamentaria tendrán que luchar en Francia. Se necesitará la voluntad general -no solo individual o colectiva, sino verdaderamente general- de la República de Francia.