El regreso de la politica violenta

Mi primera visita a Sri Lanka fue en los ochenta, como ministro de Desarrollo del Reino Unido, en las primeras etapas de la despiadada guerra entre el movimiento guerrillero Tigres de Liberación del Eelam Tamil (TLET) y las fuerzas armadas de Sri Lanka. Este sangriento conflicto étnico entre la minoría tamil predominantemente hindú y la mayoría cingalesa predominantemente budista sorprendió a quienes consideraban que este hermoso país, con su inteligente población y ubicación estratégica en el sur de Asia, era un modelo de democracia asiática. Sin embargo fue aquí donde muchos oímos hablar por primera vez de atentados suicidas.

La guerra civil terminó en 2009 con un sangriento asalto a los derrotados combatientes del TLET. Parecía que la violencia y la destrucción eran cosa del pasado. Pero las tensiones entre la mayoría cingalesa y las minorías hindú y musulmana nunca desaparecieron. El año pasado hubo ataques de budistas cingaleses contra mezquitas y empresas musulmanas, y la pequeña comunidad cristiana (mayoritariamente católica), 1,5 millones de personas en una población de 21,4 millones, quedó atrapada en el medio. Esta mezcla religiosa y étnica estalló el domingo de Pascua, cuando extremistas islamistas asesinaron a no menos de 250 personas, incluidos feligreses cristianos y turistas extranjeros, e hirieron a cientos más.

Fue el peor ejemplo reciente de política identitaria, solo dos semanas después del ataque a dos mezquitas cometido por un supremacista blanco australiano en Christchurch (Nueva Zelanda). El escritor francolibanés Amin Maalouf describió la política identitaria como un “leopardo” que devora hombres, mujeres y niños, y los valores que habitualmente sostienen cualquier idea de humanidad compartida. En su estudio de la relación entre identidad y violencia, el premio Nobel de Economía Amartya Sen recuerda cuando siendo niño vio a un aterrorizado musulmán entrar al jardín de su familia huyendo de una turba hindú que lo mató a cuchillazos.

En buena parte del mundo (y en Europa y EE. UU.), casi nos habíamos olvidado de esta clase de política, en las décadas que pasaron luego de que una forma de lealtad identitaria (nacionalismo extremo) rehizo sociedades enteras. En su libro El mundo de ayer, el intelectual judío austríaco Stefan Zweig ofrece una de las mejores descripciones de la destrucción (primero económica y después política) de la rica y brillante civilización europea de principios del siglo XX por quienes definían su identidad ante todo por la lealtad nacional, a menudo vinculada a una historia falsa y a instituciones idealizadas.

Tras recuperarse de esos desastres en la segunda mitad del siglo pasado, parecía que las divisorias del mundo eran ideológicas: capitalismo vs. comunismo, libertad vs. totalitarismo, etc. Pero esas divisiones, y los modos en que nos definimos, han retrocedido en muchos casos ante una avasallante idea de nacionalidad, que a veces se expresa en las formas más atávicas. El nacionalismo puede fácilmente convertirse en una mentalidad cuya mayor expresión es la definición de las personas dentro de una oposición de suma cero con los otros.

Los políticos en Europa y EE. UU. deben cuidarse de que el nativismo populista que están atizando y del que esperan beneficiarse electoralmente no se transforme en formas más violentas de política identitaria. La democracia liberal es una construcción más frágil de lo que parece. Una vez encendido, el nacionalismo puede fácilmente salirse de control, consumiendo todas las estructuras moderadoras y dejando comunidades (y países enteros) a merced de incendiarios todavía más peligrosos.

“El escritor francolibanés Amin Maalouf describió la política identitaria como un “leopardo” que devora hombres, mujeres y niños, y los valores que habitualmente sostienen cualquier idea de humanidad compartida”.

Perfil

Chris Patten

Último gobernador británico de Hong Kong y excomisario de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, es el rector de la Universidad de Oxford.