Empujones. Los que se resisten al operativo son metidos a la fuerza en un taxi.

Cuando la Policia limpia La Mariscal

Privación del derecho al libre tránsito, prohibición de fotografiar, intimidación con motos y caballos... Cada noche, miles de ciudadanos son atropellados en esta zona.

Limpiar La Mariscal toma poco más de hora y media. Todas las noches, entre dos y tres y media de la madrugada aproximadamente, un operativo policial propio de zona de guerra tiene lugar en el epicentro de la movida nocturna quiteña. Apenas cumplido el horario de cierre de bares y discotecas, decenas de policías a pie, en motos y en caballos, cierran el tránsito vehicular y acosan a los peatones que se reúnen por cientos en la Plaza Foch y en las veredas de las calles aledañas; las embisten, las privan de su derecho al libre tránsito, las arrean literalmente como ganado y las desalojan sin contemplaciones. Barren la zona calle por calle.

La gente, en su gran mayoría, se deja arrear. Unos pocos, sea porque están pasados de copas y se sienten humillados por el trato o, simplemente, porque conocen sus derechos, protestan y se resisten. Los policías los meten en los taxis a la fuerza. Aquí y allá hay altercados y amagos de violencia. Pero el operativo, que echa abajo la pretensión de zona turística con que la Alcaldía promociona La Mariscal, se cumple implacablemente. Pasadas las 03:30 el barrio es un desierto sucio y maloliente.

En este lugar hay 1.024 centros de diversión nocturna a los que asisten más de 180 mil personas (según datos del INEC que ya se quedan cortos) y cero infraestructura pública. En la Plaza Foch no hay basureros. Ni uno solo. Para suplirlos, algunos propietarios de los bares cuelgan de los postes fundas plásticas que terminan por desbordarse. Tampoco hay baños. Por no haber, no hay ni bancas para sentarse. Nada que permita suponer la existencia de una política pública de administración del territorio más conflictivo de la capital. Los permisos de funcionamiento se otorga indiscriminadamente, sin criterios, lo cual ha llenado la zona de antros y chupaderos de mala muerte. La única política pública visible que se ejecuta y funciona en La Mariscal parece ser la represión de los usuarios.

“Amigos, ya es hora de cerrar”, anuncia por el micrófono el dueño de un bar a su clientela. “Afuera tengan cuidado con los ladrones pero sobre todo con los policías”. Todos ríen pero al minuto se dan cuenta de que no era chiste. Son las 02:45 del viernes. Al cruzar la puerta de salida les esperan ocho policías en moto que los embisten sobre la vereda. Y dos caballos. Alguien se resiste. Uno de los uniformados le pisa el pie con la llanta delantera. Otro está filmando la escena con su teléfono celular. Se lo quitan.

“¡Retírense, retírense, no pueden estar aquí!”, perifonea una patrulla que circula lentamente mientras la Policía Montada toma posesión de las veredas y amedrenta a los que salen. “Ustedes no puede sacarme fotos, está prohibido”, miente otro a los peatones que lo enfocan, como si no fuera un funcionario público desenvolviéndose en el espacio público. Todo el operativo se basa, precisamente, en una distorsión de los derechos ciudadanos y del concepto de lo público.

La tarde del viernes, en una reunión que mantuvo con una treintena de moradores y propietarios de centros de diversión de la zona, el mayor Édison Medina, oficial a cargo del distrito, admitió que lo que hacen es ilegal: “Yo no tengo competencia para decirles que cierren, que el horario ya se ha pasado. Que la policía lo haga porque es costumbre, por el poder del policía, y la gente cumpla, es una cosa; pero que tenga la competencia para hacerlo, no puedo”. Más adelante también dijo: “Ni siquiera les puedo decir: retírense”.

No, no puede. Pero lo hace noche tras noche, con motos y caballos. Ocurre al frente de todos los bares concurridos de la zona. ¿Todos? No. Los prostíbulos pertenecientes a la Asociación Flor de Azalea, en cuya constitución y manejo corrupto está involucrada la concejala Karen Sánchez, según una denuncia penal presentada por vecinos , se ven libres de este tipo de operativos. ¿Por qué?

¿El resultado es una Mariscal más segura? El mayor Medina piensa que sí. Pero las mafias de todo tipo que operan en el sector continúan tan campantes como siempre. Cada tarde, una lujosa camioneta de doble cabina se estaciona al norte de la avenida Colón y reparte docenas de cajas de caramelos y cigarrillos a niños que son explotados, obligados a vender y a robar carteras en una historia propia de una pesadilla dickensiana. Y conseguir drogas es lo más fácil del mundo. ¿Qué necesita? ¿Cocaína, base, crack, H? ¿Algo más duro? Vaya a La Mariscal. Ahí, entre patrullas y motorizados, se las ofrecen en la calle. Nomás tenga cuidado, es peligroso: le puede pasar un caballo por encima.

A la Policía no le gustan los venezolanos

El mayor Edison Medina explicó su filosofía en una reunión pública celebrada el viernes con moradores de La Mariscal.

Como deportista dijo odiar a los borrachos. Le parece que la gente no tiene que andar por la calle pasadas las tres de la mañana y esta (se desprende del cúmulo de anécdotas que relata con resignación) un poco harto de los civiles, de quienes se siente una niñera.

Tampoco le inspiran confianza los emigrantes. Los acusa de causar aglomeraciones con sus ventas ambulantes para robar a la gente. “Los venezolanos -dijo sin ruborizarse- nos están causando problemas acá”.

Por eso ya no podrán entrar en los bares. La tarde del viernes, gente de la Intendencia y la Policía recorrió los bares de la zona instruyendo a los propietarios sobre la prohibición de ingreso a los indocumentados.

Un abuso de poder basado en la ignorancia

Desde los tiempos en que José Serrano era ministro del Interior, las autoridades civiles aseguran que los policías son constantemente capacitados en derechos humanos. No es lo que un ciudadano puede percibir al interactuar con ellos.

La madrugada del sábado, mientras se preparaba esta crónica, el equipo de Diario EXPRESO (un periodista y un fotógrafo) fue abordado por un piquete policial (cuatro a pie, dos en moto, una patrulla) que exigía explicaciones. Los uniformados estaban sinceramente convencidos de que nadie tiene el derecho de fotografiarlos, así que trataron de impedirlo.

Para considerar si daban su permiso, quisieron enterarse del contenido del artículo. Preguntaron por qué el Diario estaba interesado en este tema que, para ellos, no es un tema de interés público sino de mera rutina.