Persona non grata

Cuando la Revolución Cubana triunfó en aquellos lejanos días de 1959, muchos latinoamericanos y de ellos sobre todo los intelectuales, creyeron que se trataba de un nuevo comienzo en la historia de la región. Un dictador, Fulgencio Batista, como tantos otros que gobernaban los países centro y sudamericanos, había sido depuesto por una insurrección popular y no por un golpe de estado militar. La democracia, tantas veces reclamada, parecía encontrar por fin su oportunidad.

Los tiempos heroicos se tambalean de ingenuidad. En menos de tres años, la novedosa revolución terminó por registrarse como un capítulo más de la atroz historia de las insurrecciones que en nombre de un ideal ambiguo e impreciso, mientras más rimbombante mejor, sacrificaron hombres y libertades, destruyeron destinos y lazos familiares y terminaron convirtiéndose en nuevas dictaduras religiosas con exigencia de culto y sacrificio del intelecto.

Casi nadie advirtió que la primera señal de alarma del nuevo mesianismo religioso que se iniciaba residía precisamente en el carisma del jefe de la revolución. Inagotable, desbordado, retórico, maniqueo, enfático, ese tipo de líderes no admite preguntas ni peor aún cuestionamientos. El diálogo, un monólogo interminable. Como iluminado, el líder es la ley y su único intérprete: “Dentro de la revolución todo; fuera, nada”.

La segunda advertencia vino de la alianza incondicional con la URSS y posteriormente el apoyo a la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Checoeslovaquia. En menos de diez años Cuba era una avanzada del socialismo real que volvía a traer a la memoria los inquisitoriales procesos de Moscú, el terror de la era staliniana, el imperio de los comisarios políticos. Los intelectuales que hasta la época habían sido los embajadores de la nueva revolución fueron puestos bajo sospecha. Se acabó el idilio entre la pluma y el fusil. Lo demás aconteció vertiginosamente. Destrucción de la economía, de la familia, de las libertades. Todas las calamidades que por cierto, la muerte de un hombre no puede acallar.

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