Un pais sin vergUenza

El mal ejemplo viene desde el Estado. Si el Estado no cumple con sus obligaciones y ni siquiera se sonroja o se disculpa, pese a provocar situaciones tan graves como las que mantienen al borde del colapso a un hospital como el León Becerra, de allí hacia abajo en la pendiente gubernativa, todo es posible.

Por eso se suceden, sin que se evidencie algún asomo de pudor, sucesos como el, hasta dentro de poco escandaloso, caso de los grilletes. ¿A quién atribuir la responsabilidad de lo ocurrido? Pues a los grilletes. Así de cínico, aunque suene a sarcasmo. Nadie responde y a nadie se le exige que lo haga. La impunidad en el cumplimiento de las responsabilidades propias del servicio público protege la impunidad en los asaltos al patrimonio público. Así ocurrió cuando se utilizó la valija diplomática para enviar droga a Europa: la culpa fue radicada en los perros destinados a descubrir la presencia de sustancias estupefacientes en los envíos oficiales: les falló su olfato.

Con esos ejemplos por delante, la autoridad municipal no se perturba cuando la ciudad se inunda porque llovió “como nunca antes en la historia” o porque un transeúnte fue atropellado por un vehículo cuyo conductor, con licencia caducada, quiso esquivar un bache.

Por eso las promesas contenidas en los planos de un proyecto de urbanización de pronto son cambiadas para acabar con las áreas destinadas a espacios verdes y nadie se toma ni siquiera la molestia de intentar reclamarlo porque la experiencia indica que esos intentos jamás prosperan. O cuando algunas personas de increíble buena fama de gente seria no pagan las alícuotas en los condominios, esperando que quien más necesita de los ascensores se vea obligado a cubrir las cuotas faltantes.

Definitivamente, hay que volver a la antigua pero honrada costumbre de sentir vergüenza. Rescatar la noción de que obtener nuevos títulos profesionales mandando a elaborar a terceros la tesis con que se los obtiene no puede ser motivo de orgullo, tal cual ganar un partido de fútbol comprando a los árbitros.

Un pueblo sin vergüenza no tiene dignidad y sin ella es imposible intentar avanzar en desarrollo. No pretendamos llegar hasta el harakiri pero, no nos acostumbremos a vivir sin honra asumiéndolo todo como normal, como propio de los días que corren. Algo de vergüenza haría bien.