
¿El salvador del Salvador?
ANÁLISIS. Bukele supo interpretar el hartazgo ciudadano y se atrevió a enfrentar demonios que nadie había tocado
Algunos creyeron, como Francis Fukuyama, que con la caída del Muro de Berlín la historia había llegado a su fin. Pero la historia —caprichosa, incansable, impredecible— no conoce epílogos. Sigue pariendo ideologías, modelando caudillos, coronando héroes que los pueblos elevan a los altares y otros que, con el tiempo, se desnudan como verdugos. En ese flujo incesante, las naciones siguen apostando su destino a figuras que parecen leer con claridad el momento que les toca vivir.
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El Salvador, castigado por doce años de guerra civil y una posguerra más larga aún, marcada por corrupción, pobreza y dominio de pandillas, parecía condenado a la violencia endémica. En medio de ese agotamiento colectivo emergió Nayib Bukele, un político que supo interpretar el hartazgo ciudadano y se atrevió a enfrentar demonios que nadie había tocado con tanta decisión. “No estamos jugando a la política —dijo en 2022—, estamos salvando vidas”.
En 2015, el país registró 6 656 homicidios —más de 105 por cada 100 000 habitantes—, la cifra más alta de su historia reciente. Dos lustros después, en 2024, los asesinatos se redujeron a apenas 114 casos. El cambio fue drástico: un régimen de excepción suspendió garantías constitucionales, autorizó detenciones sin orden judicial y permitió encarcelar a más de 78 000 personas, casi un 3 % de la población masculina. La construcción del megacentro penitenciario CeCOT, con capacidad para 40 000 reclusos, se convirtió en símbolo de la “mano dura” elevada a política de Estado. “En El Salvador, el que mata o extorsiona ya no duerme en su cama”, repitió Bukele en cadena nacional.
Ese éxito en seguridad cimentó una popularidad inédita, superior al 80 %, y le dio margen para ir más allá de la lucha contra las maras. En mayo de 2021, la Asamblea —ya controlada por su partido, Nuevas Ideas— destituyó a magistrados de la Sala de lo Constitucional y al fiscal general, sustituyéndolos por aliados. Y en agosto de 2025, en una sesión que duró apenas horas, se aprobó una reforma constitucional que cambió radicalmente el tablero político: el límite a la reelección presidencial desapareció, el mandato se extendió de cinco a seis años, la segunda vuelta electoral se eliminó y el calendario de comicios se ajustó para adelantar las elecciones a 2027. Incluso se otorgó a la Asamblea la capacidad de modificar artículos antes intocables de la Carta Magna. Todo, presentado como una modernización institucional “imprescindible” para garantizar continuidad, estabilidad y la consolidación del nuevo modelo de Estado, pero ejecutado con la velocidad de quien no quiere dar tiempo al debate público ni a la organización de una oposición efectiva.
Para sus defensores, esto no es una amenaza sino una garantía: “¿Por qué cambiar a un presidente que sí cumple?”, argumentó un legislador oficialista. Para sus críticos, es la ruta clásica del populismo autoritario. “Es el mismo libreto de Chávez o Ortega: primero la popularidad, luego el control de las cortes y, al final, la eternidad en el poder”, advirtió un exmagistrado exiliado.
Las reacciones han sido dispares
En el plano internacional, las reacciones han sido dispares. Donald Trump felicitó a Bukele, llamándolo “un ejemplo de cómo poner orden donde reinaba el caos”. Human Rights Watch, Amnistía Internacional y Cristosal denunciaron “la demolición de la democracia salvadoreña” y “un modelo que no distingue entre delincuentes y disidentes”. Washington, en un tono calculado, expresó “preocupación por la concentración de poder” pero evitó sanciones, consciente de que Bukele sigue siendo popular y útil en el control migratorio y en la estabilidad regional.
El Salvador se encuentra ahora en una encrucijada histórica. Puede que el futuro confirme que Bukele es el arquitecto de un Estado seguro y moderno, o que termine inscrito en la lista de líderes que confundieron estabilidad con eternidad.
La historia latinoamericana conoce bien esa metamorfosis: Stroessner en Paraguay, el PRI en México, Perón en Argentina… próceres que, sin frenos institucionales, se convirtieron en aquello que juraron combatir. En política, como en la historia, la línea entre héroe y verdugo es tan fina como el instante en que un gobernante deja de escuchar a su pueblo para escucharse solo a sí mismo. Y la historia, implacable, nunca absuelve a quien confunde la eternidad personal con el bien supremo de la nación.
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