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Jose

Ya nos conocemos. Mis lectores y yo sabemos de mi fe, de esa decisión que un día, todos los días para serles sincera, me exige adherirme a un misterio. Cada Navidad nos enfrentamos al pesebre, desde donde siempre me sorprendo. Ahí está José, quien se olvida de ser protagonista de su propia vida, quien se sale del rol de ser la cabeza de la familia, y se adhiere al misterio de una niña, su novia, que le dice que tendrá un hijo. ¿Dónde quedaron sus costumbres sagradas? ¿Dónde queda la moral, la ley de Moisés, ante la cual todos debían adherirse? José decide dejar todo eso. No está dejando una mala vida, no está dejando un mundo delincuencial, está dejando sus reglas de honor, de vida.

Sabe que hablarán mal de él, sabe que si no se casa a María la matan a piedrazos, pero también sabe que las mujeres no se embarazan solas. Era más probable creer en los mensajeros de Dios, como fueron los profetas del Antiguo Testamento, que se denominaron a sí mismos pastores, salvadores, anunciadores; al fin y al cabo fueron hombres conocidos y reconocidos, adultos en su mayoría. Pero a José le tocó creer en alguien que no había nacido siquiera, un bebé que venía a salvar al mundo y de una madre virgen. Con justa razón muchos debieron suponer que José, el buen hombre, había enloquecido.

Y así, su Hijo, nace lejos de un templo, en un establo que no era otra cosa que un humilde techo para el camino, y adorado por reyes de otras religiones. Jesús elige nacer así. Básicamente libre y pobre. Radicalmente libre y pobre. María y José lo ayudan en su amoroso plan, son sus padres y amigos, sus primeros maestros y sus primeros alumnos.

¿Qué tuvieron de especial José y María? Eligieron el amor y no la ley, la fe radical y no el culto estéril; eligieron despojarse de su entendimiento, de su haber y poseer, y se pusieron a disposición de un Dios que prometía gratuitamente salvación. Eligieron cambiar ellos mismos y no esperar que el mundo entero cambie.

¿Qué tiene de especial esta Navidad para nosotros?