Indignidad

El renacimiento cultural de la ciudad nos ha traído, entre la serie de obras teatrales minimalistas, una pieza de autoría de un joven dramaturgo español, titulada Dignidad, la cual recoge un diálogo entre dos políticos: el líder, aspirante a ser candidato presidencial, y el ambicioso número dos del partido, quien pasa a ser el acusado en el curso del diálogo.

Son dos amigos de infancia que nos descubren su razón de ser y estar en la política. El líder es el acusador. El otro protagonista, secretario del partido y eventual acusado, es el protegido: un hombre taimado y ambicioso, que expresa su deseo por ser compañero de fórmula.

El líder revela, contra las protestas del acusado, que está enterado de sus prácticas corruptas. Le demuestra que es oportunista, mentiroso, ladrón, e hipócrita. Que ha dispuesto de dineros del partido para atender su entretenimiento; se ha asignado sueldos y emolumentos que no le corresponden; dice vivir vida de pobre, pero lo hace rodeado de lujos; ha usado una red de testaferros para consumar sus fechorías; opera sigilosamente a través de empresas fantasmas; recibe sacos de dinero; y traiciona a los otros miembros de su partido.

En la apoteosis de la ahora acalorada discusión, el líder expresa que ha denunciado al acusado por tener cuentas en paraísos fiscales, donde mantiene los jugosos pagos de las coimas recibidas en los contratos y subcontratos de la obra pública, otorgados a dedo.

El desenlace es anticlimático. El líder sentencia que, si el corrupto tiene dignidad, la salida está en el suicidio y le entrega un gotero de arsénico. Las plegarias y protestas del interpelado no son escuchadas. Las promesas de devolver el dinero mal habido son desechadas. El calor de la amistad ha dado paso a la frialdad del rechazo y la indiferencia.

Se vacía el escenario.

Pero no es el final, a poco se ilumina un espacio lateral y sale al tablado el presidente electo, vestido de fiesta y sobre alfombra roja, a dar su discurso de aceptación. En su fogosa retórica reitera las promesas del populismo a las masas extasiadas, proclama su honradez y ofrece combatir frontalmente a la corrupción. Pide, finalmente, un minuto de silencio por su amigo y mentor, el líder, cuyo trágico fallecimiento (acaecido pocos días después de la discusión) le ha privado al país de su sabia conducción. Terminada la unción asegura, sin embargo, que él está ahí para tomar el puesto y conducir los destinos del país.

Las licencias dramáticas del autor son, en nuestro medio, superadas por la realidad.

El amplio espectro de corrupción del poder no cabe en la trama de una hora.

Hoy impera la hipocresía sin límites, propia del maniqueísmo, cual manifestación contemporánea de la corrección política. Los corruptos e ineptos proclaman a los cuatro vientos su inexistente honestidad.

Bien por la obra y su autor, pero puede subir el tono de su denuncia.

Basta con leer los periódicos y escuchar las noticias para percatarse de la indignidad del personaje que, en escenarios arreglados y pagados, nos asegura vivir en la edad de la inocencia, cuando las evidencias lo delatan como el corruptor en jefe de la nación.