Hollande un hombre normal para un cargo anormal
François Hollande, curtido appaatchik socialista, exdiputado y exalcalde, pero nunca antes primer ministro, ni ministro, poco carismático pero seductor en la corta distancia, irónico y bromista. “Monsieur chistosto”, le llamaban.
François Mitterrand, el último monarca de la V República, lo decía en su crepúsculo: “Soy el último de los grandes presidentes. Después de mí, solo habrá financieros y contables”.
Después llegó Jacques Chirac, malévolamente apodado el rey holgazán. Y después, Nicolas Sarkozy, el hiperpresidente, según la versión más favorable, o, según otra más desfavorable, el presidente bling-bling, onomatopeya del ruido de las joyas que señalaba la metamorfosis de la augusta institución en el escenario de un show para las revistas del corazón.
Entonces llegó François Hollande, curtido appaatchik socialista, exdiputado y exalcalde, pero nunca antes primer ministro, ni ministro, poco carismático pero seductor en la corta distancia, irónico y bromista. “Monsieur chistosto”, le llamaban. “Un presidente normal”, se anunciaba a sí mismo en la campaña que lo llevó a la victoria, en 2012.
Cinco años después, el presidente normal apura sus últimos días en el Palacio del Elíseo. Es el más impopular de la historia de la V República, fundada en 1958 por el general De Gaulle. El terrorismo a gran escala —los atentados de Charlie Hebdo y París en 2015, el de Niza en 2016— ensangrentó el quinquenato. Las divisiones sociales —el aumento de la extrema derecha, los focos de islamismo radical— definen su mandato. Las reformas económicas, acompañadas de conflicto social y rebeliones en su partido, han sido demasiado tímidas para los liberales y demasiado liberales para la izquierda.
Nada resume mejor el quinquenato que la decisión de Hollande de no presentarse: la conclusión, más o menos reconocida por parte del presidente, de que su balance y su imagen eran insuficientes para optar a la reelección. También en esto, como en la impopularidad, Hollande es una excepción: todos sus antecesores intentaron continuar.
“Era un hombre normal para un cargo anormal. Y esto rubricó su fracaso”, resume Fabrice Lhomme, coautor con Gérard Davet del voluminoso, “Un presidente no debería decir estas cosas...”, retrato humano y político del quinquenio de Hollande. “No se dio cuenta de que, en este cargo, y en Francia, la gente espera un rey, alguien con una especie de soberbia, que se eleve por encima de la ‘mêlée’. Y Hollande no es así”.
Lhomme y Davet, periodistas en el periódico Le Monde, se entrevistaron con Hollande 61 veces y más de cien horas durante cinco años. La publicación del libro, lleno de detalles sobre las entrañas del Elíseo y la relación del presidente con sus colaboradores, probablemente contribuyó a la decisión de renunciar a la reelección. Lo más chocante era sin embargo el retrato humano —demasiado humano— que emergía del protagonista, un hombre que nunca llegó a sentirse cómodo en los ropajes monárquicos, que en las entrevistas decía, como señala el título, “un presidente no debería decir estas cosas...”, o “resulta que soy presidente...”, como si él mismo se sorprendiese de verse con tal título. Para usar la terminología de Mitterrand, más un contable que un rey.
“Es el mal entendido”, comenta Davet, el otro autor del libro. En el doble sentido: fue un malentendido, y nunca fue entendido.
“Me choca la distancia increíble entre lo que ha hecho, que puede ser criticable, y la percepción que la gente ha tenido”, dice Lhommme. “Para la opinión pública, la suya es una presidencia catastrófica, cataclísmica. Pero cuando se mira la realidad, es más matizada”.
Hollande es un presidente a medias. El que aprueba el matrimonio homosexual, medida progresista, y el que, sin éxito, intenta enmendar la Constitución para retirar la nacionalidad a los condenados por terrorismo con doble nacionalidad, medida apreciada por la extrema derecha. El que mantiene al país unido tras los atentados, pero militariza las calles e impone un estado de emergencia aún en vigor. El socialista que en campaña señala al mundo de las finanzas como el enemigo, y el socialdemócrata que gira al centro en un intento de ‘tercera vía’ a la francesa. El que estabiliza la tasa de desempleo y evita la austeridad, pero no logra sacar al país del malestar, la sensación de declive.
Hollande es el que, con la intervención en Malí, o en Siria e Irak, recuerda al mundo que, en pleno repliegue de los Estados Unidos, Francia es una potencia militar a tener en cuenta, pero también el que se ve forzado a constatar el sorpasso (adelantamiento en términos económicos) alemán en la Unión Europea. El que se ve golpeado por un escándalo mayúsculo como son las cuentas en Suiza de su ministro de Hacienda, pero también el que endurece las reglas de transparencia e impone la probidad.
“Mire, no es frecuente tener presidentes de la República inteligentes y honestos en Francia”, decía hace unos días Jacques Attali, consejero áulico de Mitterrand. Algunos son una cosa o la otra, pero ambas a la vez, es raro. “Él”, remachó, “es inteligente y honesto”.
“Se le dará crédito en política internacional. Y en el plano nacional será el hombre que tuvo que gestionar la mayor ola de terrorismo que Francia ha sufrido”, dice Davet. “Se recordará un quinquenato trágico, desde todos los puntos de vista”, añade Lhomme. “Trágico por los atentados nunca vistos. Tragicómico al revelarse su infidelidad en público (al publicarse fotos de él visitando a su amante en moto). Y trágico políticamente, porque hizo explotar la izquierda y el Frente Nacional ha llegado a la segunda vuelta (de las elecciones presidenciales)”.
Una victoria de Marine Le Pen, candidata del Frente Nacional, en la segunda vuelta, hoy domingo, sería su peor pesadilla, la definitiva condena de su legado.
Si gana el centrista Emmanuel Macron, un exbanquero que trabajó con él en el Elíseo y después fue su ministro de Economía, podría empezar la rehabilitación del quinquenato. A fin de cuentas Macron era, de los 11 candidatos en la primera vuelta, el 23 de abril, el más continuista.
Un contable y un financiero: Mitterrand lo vio bien. La gran paradoja es que los franceses pueden estar a punto de elegir al candidato de su presidente más impopular.