De fantasias y fantasiosos
La decisión de volver a presentar los proyectos de herencia y plusvalía tiene tres motivaciones. Es un acto de desafío contra la opinión pública; tiene como objeto azuzar el pretendido odio de clases que ha influenciado a la política pública del Gobierno; y es un globo de ensayo adicional en la interminable tarea de distraer la atención sobre los problemas de la crisis engendrada por el inepto manejo de la economía.
¿Profundizar la revolución? ¡Ja! Estamos en aguas profundas y miasmáticas por la imprevisión y la fantasía de que el Estado puede resolver problemas que son de su propia hechura.
La herencia es connatural a la familia al igual que el patrimonio conseguido como producto del trabajo. La transferencia intergeneracional de la riqueza que se origina en el esfuerzo y la inteligencia de un padre o una madre trabajadora es un producto individual con consecuencias sociales normalmente positivas.
La amenaza contra los productores resulta de inmediato en la migración de capitales, la paralización de la inversión y el consecuente desempleo y pobreza. Fantasear que un Estado corrupto es socialmente apto, motivado por factores tan primarios como la envidia y el revanchismo, es la sinrazón misma de ser de gobierno alguno.
De igual forma, reclamar que la acción del Gobierno provoca la plusvalía se origina en la ignorancia de lo que es el mercado. El valor de las cosas está dado en parte por su utilidad, y su precio es función de la oferta y la demanda, y no de ningún decreto o ley. Una carretera, por la cual los usuarios deben pagar impuestos o peaje, tiene también efectos nocivos como la contaminación, el ruido y la inseguridad, efectos que sí son asumidos por el mercado pero ignorados por el burócrata.
El mercado de tierras es un instrumento de intercambio que, localmente y para dar un ejemplo entendido por los guayaquileños, ha permitido sostener el patrimonio de la Junta de Beneficencia, patrimonio que lo utiliza para brindar la calidad de acción social y de bienestar que ningún gobierno hasta el día de hoy, ha mostrado la vocación para llevar a cabo.
Que quede claro, además, que el celo y cuidado de la propiedad no es solo actitud de las clases pudientes, sino del ser humano. El comunismo, al romper el derecho a la propiedad, devino en la barbarie del siglo XX y tuvo su merecido fin. No es que los del siglo XXI no hayan leído la historia, sino que volvieron a cometer los mismos errores, esperando resultados diferentes.
Hablar en estos términos, sin embargo resulta estéril con quienes fueron formados en escuelas panfletarias, que cuando contestan lo hacen con improperios, o con estrofas de la última lección memorizada.
Con las distracciones que arman avanzan hacia el final, donde la herencia que quede de su paso por el poder, esa sí deleznable, será el ultraendeudamiento, la insolvencia fiscal, la imperiosa necesidad de desbaratar un Estado inservible y nocivo, el laborioso trabajo de desencajar el centralismo y la profilaxis de incinerar las toneladas de propaganda que mantuvieron la fantasía de la potencia mundial, ¡asombro del planeta entero!
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