Identikits. Rostros reconstruidos de delincuentes son parte de los objetos de la galería ubicada en Quito.

El delito tiene quien lo recuerde

Su historia. El Museo también ha tenido una historia de aperturas y traslados desde 1986, cuando se resolvió su creación.

La carta dirigida a Galo Zurita data de 1998. “Te vamos a matar porque eres un traficante. Queremos 30 millones de sucres a cambio de tu vida. No es un juego, papá. Te estamos vigilando”. Es un ultimátum y lo firma un cártel colombiano. No es un manuscrito. La esquela está hecha con retazos de revistas y periódicos, y hoy reposa en el Museo de la Policía Nacional, en el centro de Quito.

Cubierta por una pantalla de cristal, la misiva es una de las más de 500 piezas de la galería, situada en un edificio esquinero de las calles Cuenca y Mideros. Una casona patrimonial que guarda documentos y objetos de gran valor, algunos nunca antes revelados. Por eso están bajo llave, con una temperatura menor a los 17 grados, según marca el termómetro.

A solo unos centímetros de esa carta está otra aún más siniestra. En ella aparece el nombre del expresidente Sixto Durán-Ballén. “El movimiento revolucionario de Colombia FARC le comunica por última vez que usted, señor presidente, y su esposa, no han entregado los $ 20.000 en billetes de 100 (como lo solicitamos en el primer mensaje), a cambio de sus valiosas vidas...”.

No es todo. Los escritos son parte de las evidencias obtenidas por la antigua Unidad Antisecuestros (Unase). Y en la vitrina donde están expuestos, resalta un frasco con formol. Dentro está la mano izquierda de un hombre. Era la prueba que los delincuentes habían enviado a la familia para confirmar que lo tenían secuestrado.

También hay un cráneo, una mandíbula, cabello, un dedo... Diario EXPRESO tuvo acceso a estas piezas antes de que el museo sea reabierto al público, el 2 de marzo de 2019, justo el Día de la Profesionalización de la Policía.

Por ahora lo siguen repotenciando. Y el general superior Jorge Villarroel está al mando. “Aún falta colocar las insignias”, “no olvide el uniforme antimotín”, dice Villarroel al capitán Stalin Fraga. Y continúa el recorrido por las salas de paredes blancas. Llenos de historia, los muros de aquella casona muestran en gráficas el comienzo del “control de la seguridad” desde nuestros aborígenes.

Por ejemplo, los incas ya tenían un ‘cuerpo policial’, comandado por el Chapac-Camayuc. Estaba constituido por los ‘chapac’, palabra que en quechua significa ‘vigilante’. Muy parecida a la que hoy se usa para apodar a los policías: ‘chapas’. ¿Les molesta? “No”, responde un uniformado.

El general bromea y sigue. Ya en la Colonia estaba el ‘sereno’, un hombre vestido con poncho y alpargatas. Era el vigilante. Muy similar a la policía nocturna, solo que en aquella época no había linternas. Debía caminar con un farol, iluminando las calles de la ciudad. Y su representación está en una esquinita de la galería donde, además, cuelgan ilustraciones que datan de 1606 hasta 1811.

Uniformes, armas... y los mayores asesinos

En el museo se exponen documentos de la Gran Colombia y de la época republicana. Por ejemplo, se exhibe el libro Diario General de Anotaciones de Presos, escrito a mano en 1927 y en el que aparecen los nombres de los detenidos, sus profesiones, delitos, multas...

No podían faltar los uniformes policiales de hace un siglo, decenas de armas (algunas de la Segunda Guerra Mundial), escudos, pequeños frascos de gas lacrimógeno, licencias de conducir y un viejísimo aparato de alcocheck.

En la sección de Criminalística, se exhiben identikits. Y junto a estos, de una pared con fondo azul cuelgan las fotografías de los cuatro asesinos más despiadados de la historia del país: Pedro Alonso López, apodado el Monstruo de los Andes; Daniel Camargo Barbosa; Nelson Byron Bedón, alias el Desdentado del Pichincha; y Juan Fernando Hermosa, conocido como el Niño del Terror.